Charlotte

Capítulo 9. - La última evaluación.

Charlotte llevaba semanas midiendo a Giulia como se miden las cosas que no sabes arreglar con estrategia.

No era una vigilancia tierna. Era su manera de querer sin admitir la palabra. Le veía las manos temblar sobre el tenedor, la forma en que partía el pan en migas como si así pudiera hacerlo desaparecer, esa facilidad nueva para decir “ya comí” con la misma cara con la que otras decían “buenos días”. Charlotte no era psicóloga ni madre, no tenía herramientas finas para eso; tenía instinto, control y amenazas elegantes.

—Te lo comes —le decía en voz baja, sin levantar la cara del plato— o voy con Morel.

Giulia levantaba los ojos con rabia cansada.

—No eres mi dueña.

—No. —Charlotte no sonreía, pero el filo estaba ahí—. Soy lo más parecido a una pared que tienes cuando todo esto se te viene encima.

Giulia apretaba la mandíbula. A veces obedecía por orgullo, a veces solo porque estaba demasiado cansada para pelearle otra guerra a la única persona que no la estaba usando. Pero Charlotte sabía, con esa lucidez terrible que te deja el poder, que aquello era más grande que ella. Que no se arreglaba con una orden ni con un “come”.

Y como si el internado tuviera orejas para lo que duele, el sistema respondió en el idioma de la crueldad.

Los laxantes comenzaron a aparecer como regalos.

Cada mañana, exactamente a la misma hora, la puerta del cuarto tenía un lazo satinando colgado del picaporte. Siempre el mismo moño. Siempre el mismo frasco. Misma marca, mismo tamaño, misma etiqueta blanca como una sonrisa falsa.

La primera vez Giulia lo vio, se le borró el color de la cara.

Charlotte lo tomó sin decir nada. Lo agitó una vez, como si pesara el veneno, y lo llevó directo al baño. Lo vació. Enjuagó el frasco. Lo secó. Lo dejó aparte.

—Que no te toque —dijo con una calma que ya no era calma, era cuchillo.

Giulia la miró como si quisiera pedir perdón y arañar al mundo al mismo tiempo.

—No sé quién…

—Sí lo sabes —la cortó Charlotte—. Solo no quieres decirlo en voz alta.

Giulia tragó saliva.

No dijo nada más.

A la mañana siguiente hubo otro.

A la mañana siguiente, otro.

Y otro.

El internado, que sabía de símbolos más que de gritos, estaba devolviéndole el golpe con una precisión enferma: “si humillaste nuestros cuerpos, te recordamos el cuerpo de los tuyos.

Charlotte se deshacía del contenido a diario, con esa rutina quirúrgica que ya era parte de su respiración. Pero los frascos vacíos, no.

Los guardaba.

Al principio por rabia. Después por intención.

Los escondió en una funda de almohada al fondo de su clóset. Una bolsa muda que crecía como un cementerio de promesas. No sabía todavía qué iba a hacer con ellos. Solo sabía que eran pruebas. Y que las pruebas también pueden ser armas si esperas lo suficiente.

Las prefectas, lejos de disimular, empezaron a moverse con más arrogancia aún. No la miraban como antes, con ese desprecio de superioridad heredada, sino con la satisfacción cruel de quien cree haber encontrado una manera de lastimar sin ensuciarse.

Charlotte seguía callada.

Y ellas seguían creyendo que ese silencio era miedo.

Pero lo que Charlotte estaba haciendo no era aguantar. Era contener una cosa que no sabía cuándo iba a explotar. La rabia le crecía por dentro con una eficiencia parecida al hielo: no hacía ruido, pero te rompe igual.

Giulia lo notaba.

No con palabras.

Con el modo en que le rozaba la muñeca cuando abrían la puerta por la mañana y veían un lazo nuevo. Con la forma en que, esa semana, empezó a despertarse antes para intentar ser ella quien lo recogiera.

—Déjalo —le dijo Charlotte una mañana, sin levantar la voz.

Giulia apretó el lazo entre los dedos.

—Quiero tirarlo yo.

Charlotte la miró.

—No. Yo lo tiro.

—¿Por qué?

Charlotte tardó un segundo en responder. Y cuando lo hizo, no sonó feroz. Sonó verdadera.

—Porque no quiero que lo toques ni por accidente.

Giulia abrió la boca para discutirle, pero no le salió la guerra. Le salió otra cosa más íntima.

—No me trates como si me fuera a romper.

Charlotte sostuvo esa frase con los ojos.

—No te trato así. Te trato como lo que eres para ellas.

Giulia bajó la mirada. Porque lo sabía.

Y odiaba saberlo.

Esa noche Giulia esperó a que la respiración de Charlotte se volviera lenta.

No fue una espera larga. Fue de esas que duelen por dentro porque cada segundo es decisión. Charlotte estaba de espaldas, el pelo desparramado sobre la almohada, una mano fuera de las sábanas como si incluso dormida estuviera lista para agarrar algo. Giulia la miró un momento con esa mezcla de culpa y cariño que ya era rutina entre ellas.

Cuando por fin creyó que Charlotte dormía, se movió despacio. Con cuidado de ladrona en su propia vida.

Se puso el abrigo encima del pijama, metió los pies en las pantuflas, y murmuró al aire una frase más para ella que para Charlotte.

—Voy… al baño.

Charlotte no respondió.

Ni siquiera tenia lógica. Había un baño en la habitación.

Giulia se quedó quieta un segundo, escuchando. Nada. La respiración seguía pareja. Eso la tranquilizó y la mató al mismo tiempo. Cerró la puerta con suavidad de quien no quiere dejar rastro. Y se fue por el pasillo como una sombra que ya aprendió a caminar sin existir.

Charlotte abrió los ojos apenas escuchó el click.

No se levantó. No dijo nada. Se quedó quieta, inmóvil en su cama, con ese oído de animal viejo que no se apaga, aunque lo quiera. Escuchó los pasos alejándose, el roce leve del abrigo contra la pared, el silencio volviendo a cerrarse.

Se dijo que era normal.
Que Giulia iba y volvía.
Que no tenía derecho a vigilarla como si fuera una guardia.

Se obligó a cerrar los ojos otra vez.

Pero su cuerpo no era obediente cuando se trataba de perder algo que no sabía nombrar.




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