La semana siguiente fue la más silenciosa que el internado había conocido en años.
No un silencio pacífico: uno quirúrgico. De esos que se imponen cuando la institución está intentando suturar algo que se le salió de control. No hubo rumores a gritos, ni pasillos incendiados. Hubo puertas cerradas, maestras con rostros tensos, alumna tras alumna caminando más despacio, como si el mármol pudiera escuchar.
Charlotte se movía sola.
No porque quisiera aislamiento, sino porque no existía otra posición posible. Las demás chicas la miraban con esa mezcla nueva de respeto, miedo y curiosidad histórica que nace cuando alguien deja de ser rumor y se vuelve acontecimiento. Algunas la admiraban por haber volteado el tablero. Otras la odiaban por lo mismo. Pero ninguna se le acercó de verdad. El internado no enseñaba a acompañar: enseñaba a calcular distancias.
Cada mañana, después de formación, una maestra le daba un reporte breve como si fuera parte del horario.
—Va en camino a su mejoría, señorita Queen.
Siempre la misma frase, siempre con la misma entonación neutral que usan los adultos para no decir “no sabemos”. Charlotte asentía sin hacer preguntas.
A veces abría la boca para pedir algo más concreto.
Pero no salía nada.
Era como si la posibilidad de escuchar el nombre “Giulia” en otro tono le quebrara algo por dentro, y Charlotte no se permitía quebrarse gratis. No después de todo.
Dormía mirando la cama vacía.
No la miraba con tristeza abierta. La miraba con rabia contenida, como si la ausencia fuera una falta de respeto. Como si el cuarto entero estuviera desacomodado porque faltaba una pieza que ella nunca creyó necesitar… hasta que no estuvo.
El viernes llegaron los padres de las prefectas.
No fue visita social. Fue tribunal.
Los suizos no hacen escándalos; hacen inspecciones. Llegaron con abrigos perfectos y cara de gente que compra soluciones. Las prefectas fueron llamadas una por una, interrogadas con educación helada. Las maestras revisaron registros, rutinas, dormitorios, correlaciones imposibles.
Charlotte no fue llamada.
Charlotte no fue preguntada.
Y eso era otra clase de mensaje.
Las prefectas, por primera vez en años, estaban siendo observadas desde arriba. Y ellas, increíblemente, no se quebraron. Ninguna señaló a Charlotte. Ninguna la arrastró con ellas. Asumieron la caída con esa dignidad soberbia que solo tiene la élite cuando su castigo todavía viene envuelto en apellido.
Charlotte lo supo sin que nadie se lo dijera. Se notaba en el aire: la guerra había terminado sin discurso.
Pero no sin costo.
El lunes siguiente, la directora Morel reunió a toda la escuela en el salón principal. Había un eco raro en las paredes, como si incluso los cuadros históricos estuvieran escuchando.
Morel no habló largo.
—Las clases quedan canceladas por el resto del semestre. —Pausa breve, medida—. Cada una de ustedes tiene ya programado un vuelo a su país de origen. Regresarán el próximo trimestre. La administración se encargará de todo.
Un murmullo superficial recorrió la sala. Para las demás era una noticia de calendario. Para Charlotte fue otra cosa: cierre.
No discusión. No consecuencias públicas. Solo un corte limpio. Como si el internado dijera: esto no pasó. No lo repetimos. No lo nombramos.
Charlotte sintió resignación.
Y, debajo, algo peor: el sabor amargo de una deuda que no se puede cobrar.
Porque podía admitirlo ya.
Si hubiera hablado antes, si hubiera denunciado los laxantes apenas empezaron a aparecer con lazos en su puerta, si en lugar de planear un golpe final hubiese ido con Morel… quizá Giulia no habría terminado en una camilla.
Quizá.
La palabra la persiguió dos días enteros, como una piedrita adentro del zapato.
La misma semana, las prefectas se fueron con sus padres.
No hubo despedida. No hubo ceremonia. Solo maletas sacadas a las apuradas y el ala rubia quedando vacía como un palacio desalojado. Léonie se cruzó con Charlotte una sola vez, en el hall.
No se dijeron nada.
Se miraron un segundo.
No fue revancha. Fue reconocimiento áspero. Dos depredadoras entendiendo que el juego, al final, les cobró a las dos.
Charlotte sostuvo la mirada. Léonie siguió caminando.
Y con eso se acabó.
El vuelo de Charlotte fue al final de la semana.
Ella no empacó con prisa. Empacó como siempre: doblando la ropa como si la ropa fuera parte de su cara. Dejó el cuarto impecable sin saber para quién, porque Giulia no iba a volver a ese lugar.
En el avión no durmió.
Miró por la ventana la nieve hacerse pequeña hasta desaparecer y sintió, por primera vez desde que llegó a Suiza, una cosa parecida al cansancio.
No físico.
Moral.
En Nueva York la recibió solo el chofer.
Ni abrazos, ni sus padres al pie de la escalera.
Solo el coche negro con los vidrios polarizados y un hombre diciendo con la formalidad acostumbrada:
—Bienvenida, señorita.
Charlotte se quedó quieta medio segundo frente al auto.
Y por primera vez en años, se subió al asiento trasero.
No era un gesto dramático. Era una rendición mínima, privada: estoy otra vez donde él quiso que estuviera.
El trayecto a casa fue idéntico a todos los trayectos de su infancia. La ciudad igual de brillante, igual de indiferente. Charlotte iba mirando fachadas sin verlas.
Su madre la recibió en el foyer con una felicidad angulosa, como de revista.
—¡Mi amor! —la abrazó fuerte, como si el internado hubiera sido campamento de verano—. Tu padre está en una junta, pero le va a encantar verte.
Charlotte soltó el aire por la nariz.
—Claro. Seguro.
—¿Quieres comer algo? ¿Te preparo chocolate? ¿Te muestro los vestidos que llegaron de París?
Charlotte se zafó con educación.
—Estoy cansada. Voy a subir.