Nueva York tenía otro ruido. No era el silencio blanco de Suiza, ni las reglas invisibles del internado. Era un ruido cálido y sucio de ciudad que no te pide permiso para existir. Para Charlotte, volver a casa no fue regresar a un lugar; fue entrar a una versión más grande del mismo juego, solo que aquí el tablero había sido de su padre desde antes de que naciera.
El despacho de Richard olía a cuero, café caro y a decisiones que nunca se discutían de verdad. Era un cuarto hecho para mandar, no para hablar. Charlotte entró sin tocar, como siempre, porque si algo había aprendido era a no pedir espacio cuando te pertenece por derecho.
Richard estaba detrás del escritorio, impecable incluso sin saco. No levantó la vista de inmediato. La dejó sentir la espera, como si también fuera parte de la educación.
—Siéntate —dijo por fin.
Charlotte no se sentó. Se quedó de pie frente a él, con el uniforme ya guardado, con ropa de casa que igual parecía armadura.
—No vine a que me des instrucciones, vine a decirte que no.
Richard alzó la mirada como quien evalúa el clima antes de una tormenta.
—Harvard no es negociable, Charlotte.
—Para ti.
Él se apoyó en el respaldo, tranquilo. Demasiado tranquilo para no estar furioso por dentro.
—Harvard es una pieza clave. No es un capricho mío, es estructura. Necesitas el nombre, la red, la formación. Necesitas estar donde se fabrican los futuros que valen.
Charlotte dejó escapar una risa corta.
—¿O donde se fabrican los hijos obedientes que te gustan?
Richard no mordió el anzuelo. Era peor. Guardó la frase, la desarmó con paciencia.
—No te envié a Suiza para que vuelvas creyendo que lo sabes todo.
—Me enviaste a Suiza para romperme —dijo Charlotte, suave pero sin concesión—. Para ver si me doblaba bien. Ya te di lo que querías.
El silencio entre los dos se tensó como cable.
—Eso no es verdad —respondió él, por primera vez sin disfrazar el tono—. Te envié a Suiza para afilarte.
Charlotte lo miró fijo.
—Entonces ya estás satisfecho. Déjame respirar.
—Respirar no es quedarte flotando sin rumbo.
—Respirar es no tener tu mano en mi garganta cada vez que abro la boca.
El aire se cortó. Richard frunció el ceño apenas, como si esa frase le hubiera dado donde no le gustaba admitir que dolía.
—No dramatices.
Charlotte sintió el impulso de reírle en la cara, pero se contuvo. No por respeto; por estrategia. El internado la había enseñado el valor de elegir el golpe y el momento.
—No es dramatismo. —Su voz bajó, más peligrosa por eso—. Es cansancio. Dos años de internado, cinco o seis de universidad… y luego ¿qué? ¿El puesto que tú ya decidiste para mí antes de que aprendiera a leer?
Richard se incorporó, lento.
—Luego el futuro que te corresponde.
—A mí me corresponde el futuro que elija.
Él apretó la mandíbula.
—Charlotte, no vas a salir del internado para perder tiempo jugando a descubrirte.
Charlotte se inclinó un poco hacia el escritorio, con una calma que era claramente guerra.
—No voy a salir del internado para entrar a otra jaula. Ya hice tu maldito laboratorio. Ya aprendí tus reglas. Ahora quiero respirar en paz.
Richard iba a contestar. Se notaba en la forma en que abrió la boca y contuvo la primera palabra. Pero Charlotte no lo dejó.
—Si no puedes entender eso, entonces no hay nada que hablar.
Giró sobre sus talones. Abrió la puerta. La tiró detrás de sí con fuerza suficiente para que sonara a sentencia.
Subió directo a su habitación.
La casa estaba viva, brillante, llena de flores que su madre había mandado a poner por la graduación. Charlotte no vio una sola. Entró a su cuarto, cerró con seguro y se quedó ahí, quieta, como si el mundo entero estuviera al otro lado de un vidrio insonorizado.
Pasaron horas.
Richard mandó a la nana a buscarla para cenar. Charlotte no contestó.
Más tarde subió Evelyn. Tocó suave, dijo su nombre con esa voz que siempre intentaba ser puente.
—Charlotte, cariño, ¿podemos hablar?
Silencio.
Evelyn volvió a tocar.
—No tienes que estar sola.
Charlotte no le regaló ni un “vete”. La indiferencia era su manera de no llorar.
La noche se fue espesando. La casa bajó el volumen, como hacen las mansiones cuando esperan que la calma sane lo que no saben tocar. Charlotte se cambió de ropa sin ganas y terminó sentada en el sillón junto al ventanal enorme de su habitación. Afuera, la ciudad era un océano de luces y tráfico lejano. Adentro, una lámpara cálida al pie del sillón parecía demasiado pequeña para lo grande que era el cuarto.
Leyó sin leer.
Pensó sin querer pensar.
Y sintió, por primera vez en meses, la ausencia de un pasillo, de un uniforme, de Giulia. Esa ausencia no tenía nombre, pero pesaba.
Entonces golpearon la puerta.
Una vez.
Otra.
No eran nudillos suaves.
Era un ritmo de decisión.
Charlotte se tensó entera. Richard no subía por berrinches. Richard no cedía a puertas cerradas. Si estaba ahí, o iba a caer una bomba atómica… o algo aún más improbable.
Charlotte abrió.
Richard entró y, sin preguntar, prendió las luces.
Venía sin lentes. Con las mangas arremangadas. Sin saco. Como si se hubiera quitado capas para poder llegar hasta ahí. Su cara estaba cansada, pero no rota. Estaba pensada.
Todo en él decía que esto le había costado.
Charlotte no se movió. Se quedó de pie en medio de su habitación, observándolo como se observa a un enemigo que llega con bandera blanca: con sospecha y con hambre de ver si es trampa.
Richard miró el sillón que Charlotte había estado usando, lo ocupó despacio, como si entrar en ese espacio fuera otra negociación.
—Siéntate —dijo.
Charlotte no se sentó. Le sostuvo la mirada.
Richard respiró hondo. No era un suspiro teatral; era un ajuste interno.