Charlotte

Capítulo 13. La promesa servida al dente.

El año de tregua empezó como empiezan las cosas que Richard Queen no puede controlar del todo: con un itinerario impecable y una libertad que venía con letra pequeña. Charlotte lo supo desde el primer aeropuerto. No porque alguien se lo dijera, sino porque conocía a su padre como se conocen los climas peligrosos: por la presión del aire antes de que caiga la tormenta.

Le había dado doce meses y un pasaporte sin límites, sí. Le había dado fondos ilimitados y una distancia geográfica que en teoría era oxígeno. Pero Richard no soltaba un tablero sin poner ojos en alguna esquina. Charlotte lo sintió desde la segunda ciudad: esa presencia que no se mostraba, ese ritmo de pasos que coincidía con los suyos sin invadirlos, ese ángulo del espejo donde siempre había alguien “casualmente” parado. No veía la cara, nunca veía los ojos, pero el trabajo era demasiado perfecto para ser casualidad.

Al principio le molestó. Después se volvió un chiste privado.

En París, la primera semana, lo probó.

Entró a una librería estrecha cerca de Saint-Germain, se quedó treinta minutos hojeando un libro de economía política que no pensaba comprar, y cuando salió vio la sombra cruzar la calle al mismo tiempo que ella. Charlotte caminó dos cuadras más, se detuvo frente a una vidriera, y lo volvió a sentir detrás. No lo vio. Prácticamente lo aplaudió mentalmente.

Esa noche le mandó una postal a su madre —una postal absurda, con un gato sentado sobre la Torre Eiffel— y en el reverso escribió:

“Tu marido aún no entiende la diferencia entre vigilancia y compañía. Pero su fantasma es eficiente. Dile que por lo menos elija a alguien con mal gusto en ropa, así me entretengo más.”

No recibió respuesta, obviamente. Pero al día siguiente el fantasma llevaba otro abrigo.

Charlotte soltó una risa en el metro, sola, como si estuviera jugando al ajedrez con alguien invisible que no sabía que ya estaba perdiendo.

El año se fue abriendo país por país con la naturalidad de un sueño caro que a Charlotte no le pedía permiso ni explicación. Aun así, ella lo convirtió en lo que siempre convertía todo: un laboratorio humano. Cada ciudad era un tablero, cada encuentro una pieza, y ella ya no era la adolescente que reaccionaba a lo que le hacían; era la adulta en construcción que elegía qué aprender de cada persona que se le cruzaba.

Empezó por Londres y se quedó casi dos meses, porque al principio le gustó ese gris elegante que parecía diseñado para no dejar ver las emociones. La ciudad le enseñó rápido que el poder allá no se exhibe, se insinúa, y que incluso los más fríos pierden la compostura ante alguien que no pide lugar. En un club privado de Mayfair conoció a Julian, un analista de fondos con apellido antiguo y sonrisa de zorro cansado. Le habló como si fuera una niña rica jugando a viajar, y ella lo dejó hablar lo suficiente para leerle los defectos desde las manos: ambición atada a la aprobación, miedo a no ser brillante sin el respaldo del linaje. La noche terminó en su hotel; no fue una conquista romántica, fue un ejercicio de estilo. Duró tres semanas, más por costumbre de agenda que por vínculo, y cuando él empezó a decirle “qué deberías hacer después”, Charlotte le besó la mejilla con calma y lo devolvió al mundo como quien cierra un libro que ya entendió.

En Londres también apareció Celeste, francesa viviendo allá por razones vagas y voluntad clara. La conoció en una galería a la que fue para aburrirse y acabó quedándose porque Celeste discutía arte con una crueldad deliciosa. Charlotte la miró de lejos y supo en diez minutos que era peligrosa por las razones correctas: no buscaba ser querida, buscaba ser vista. Esa relación fue más breve y más intensa, de esas que parecen un incendio elegante en un cuarto con cortinas caras. Una semana de paseos nocturnos por el Támesis, conversaciones imprecisas sobre la gente que detestaban, y un beso en la escalera del hotel que les dejó la boca ardiendo y el orgullo intacto. Celeste fue la primera persona de ese año que le enseñó algo que Charlotte todavía estaba aprendiendo a nombrar: la gente no solo se lee por lo que dice, sino por lo que no soporta escuchar. Celeste no soportaba lo tibio. Charlotte lo anotó con una sonrisa.

Luego vino Estambul, casi un mes y medio, porque la ciudad la desarmó en la forma exacta en la que a ella le gustaba ser desarmada: ruido, colores, gente que te habla sin pedir disculpas. Ahí conoció a Kerem, un guía de museo que hablaba de historia como si fuera un crimen reciente. Tenía esa clase de encanto sin ambición que a Charlotte le parecía exótica, casi subversiva, y eso le dio curiosidad. Él no la miraba como heredera; la miraba como persona nueva en su calle, y eso era otra dinámica. Con Kerem no hubo promesas ni etiquetas: hubo tardes en el Bósforo, manos en la cintura cuando cruzaban mercados llenos, besos lentos en terrazas donde olía a tabaco dulce. Duró lo que duran las cosas que se viven sin poseer: cuatro semanas preciosas, y después ella se fue sin drama. De él aprendió otro truco: hay personas que te sostienen sin querer controlarte, y eso no te vuelve débil; solo te recuerda que el control no es el único idioma posible.

Berlín fue distinta. Llegó pensando que estaría cinco días y se quedó tres semanas más de lo planeado porque el tedio se le convirtió en puerta giratoria. Se aburrió dos días, como ya te dije, y al tercero estaba en una cena privada detrás de una galería, discutiendo sobre inversiones culturales con una mujer llamada Anja, cuarenta y tantos, elegante sin esfuerzo, ex banquera convertida en mecenas. Anja no coqueteaba; evaluaba. Le gustó a Charlotte porque no le regaló nada. La relación fue rara, más mental que física, pero acabó en la cama igual, como todo lo que a Charlotte le interesa de verdad: primero el tablero, luego el cuerpo. No duró más de dos semanas, en parte porque Anja no era de nadie y Charlotte tampoco, en parte porque las dos olían la amenaza de encariñarse y preferían no jugar ese juego. Anja le dejó una frase antes de despedirse, medio broma medio herida: “Tú no huyes de la gente; huyes de la idea de necesitarla.” Charlotte se rió, pero la frase se quedó en su equipaje.




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