Charlotte

Capítulo 14. - Roma a media distancia.

A la mañana siguiente Roma amaneció como si no supiera nada del pasado de nadie. El sol entraba por las persianas del hotel con una tranquilidad insolente, y Charlotte lo miró un momento largo antes de levantarse, como si estuviera decidiendo si esa luz era un regalo o una advertencia.

Se vistió sin apuro. Falda oscura, suéter claro, abrigo a medida. Lo justo para no parecer turista y lo suficiente para que cualquier espejo le devolviera la certeza de que, aun lejos de casa, seguía siendo ella quien elegía el ritmo. Se amarró el pelo con un gesto rápido y bajó al lobby pensando en café, en calles, en Giulia.

Y en el fantasma.

No lo vio, claro. Pero lo sintió en la esquina de la puerta giratoria, en la forma en que el recepcionista la saludó con un respeto que no correspondía a una chica sola, en ese eco mínimo de pasos que siempre aparecía cuando ella cambiaba de dirección. Charlotte soltó una sonrisa por dentro.

—Buenos días, señor Invisible —murmuró para sí mientras salía.

No le contestaron. Nunca le contestaban. Por eso era divertido.

Giulia llegó diez minutos tarde. No por descuido: por estilo. Charlotte lo supo desde el segundo en que la vio aparecer cruzando la plaza, con gafas grandes, jeans, abrigo rojo y una bolsa de papel en la mano como si trajera un secreto.

—Te traje café —anunció sin saludo previo, extendiéndole el vaso—. Y no, no pregunté si lo querías. En Italia el café se acepta como destino.

Charlotte lo tomó.

—Estás peligrosa.

—Aprendí de ti.

Charlotte alzó una ceja, ladeando el vaso.

—No sé si eso es elogio o denuncia.

—Depende de quién nos esté escuchando.

Charlotte miró en dirección a ninguna parte, teatralmente, como si buscara a alguien entre la gente.

—Estamos solas —dijo.

Giulia sonrió como si le supiera el chiste.

—Claro.

Empezaron a caminar sin plan declarado. Giulia la llevó al centro como quien entra a una casa propia: sin mapa desplegado, sin pedirle direcciones a nadie, con los pasos convencidos. Roma era eso en los noventa también: instinto, costumbre. Pasaron por calles estrechas donde la ropa colgaba entre balcones, por plazas con fuentes antiguas y niños corriendo, por vitrinas con pan dulce y oro en la misma proporción. A Charlotte le hacía gracia que todo se sintiera tan vivo y, al mismo tiempo, tan correcto para ellas; la educación y la clase no eran una época, eran un idioma que una aprende de niña y no olvida.

Entraron a una tienda de cuero que olía a madera y a colonia cara. El vendedor, impecable, les habló con ese respeto automático que los italianos reservan para las mujeres jóvenes que caminan como si fueran herederas de algo que el mundo no se atreve a nombrar. Giulia tocaba cinturones, revisaba costuras, dejaba caer comentarios al aire como si estuviera decidiendo entre colores y recuerdos. Charlotte observó el lugar dos minutos y ya sabía qué le iba a gustar a Giulia antes de que ella lo supiera.

—Ese —dijo Charlotte, señalando un bolso verde oscuro, simple y perfecto.

Giulia giró la cabeza.

—¿Cuál?

—El que estás fingiendo que no miras.

Giulia se rió, esa risa corta que le salía cuando la atrapaban.

—No lo estoy mirando.

—Claro. Y yo soy una monja.

Giulia tomó el bolso con cuidado, como quien prueba culpa. Se lo colgó al hombro y se miró en el espejo.

Charlotte se apoyó contra una mesa, tranquila.

—Te queda. Y no intentes discutirlo, porque tengo razón antes de que abras la boca.

Giulia levantó una ceja.

—Te extrañé exactamente así de insoportable.

Charlotte le sonrió con filo dulce.

—Te extrañé exactamente así de fácil de leer.

Salieron con bolsas discretas y caras, de esas que no necesitan logo para decir lo que valen. Giulia insistió en cargar la de Charlotte como si fuera costumbre; Charlotte no peleó mucho. Eso también era nuevo: dejarse cuidar sin convertirlo en negociación.

A media mañana se metieron en otra tienda, esta vez de ropa. Charlotte se probó un abrigo claro de corte perfecto y Giulia la miró desde el sillón como si estuviera viendo una escena que ya conocía pero jamás se aburría: Charlotte frente a un espejo, midiendo el mundo con la misma precisión con la que medía su silueta.

—Parece hecho para ti —dijo Giulia.

Charlotte se giró apenas.

—Porque lo está. Todo lo bueno lo parece.

Giulia soltó una carcajada.

—No cambias.

—Tú tampoco, solo aprendiste a fingir mejor.

Giulia le tiró una bufanda a la cara, suave, riéndose.

—Cállate y cómpratelo.

Charlotte se lo compró solo porque quería darse el gusto de ser caprichosa consigo misma, de esa manera que su padre habría llamado “innecesaria” y ella llamaba “justa”. Había aprendido que el capricho, cuando es tuyo y no de otros sobre ti, también es una forma de libertad.

Al mediodía Giulia la llevó a un café de esos con mesas pequeñas y sillas de hierro forjado donde la gente bonita come sin prisa. Se sentaron cerca de una ventana abierta. Había luz en las copas. Ruido de plaza. Charlotte dejó las bolsas a un lado como si fueran parte de la escena.

—Te voy a alimentar antes de que digas algo —anunció Giulia, ya llamando al camarero con una mano segura.

—¿Alimentarme? —Charlotte ladeó la cabeza— Eso suena a plan peligroso.

—Hoy te toca obedecer un poco.

—Eso no pasa ni con decreto presidencial.

Giulia no discutió. Pidió por las dos con la arrogancia natural de alguien en su ciudad: ensaladas caras con burrata, higos, nueces caramelizadas, aceite de oliva que parecía oro líquido; pan tibio; agua con gas. Charlotte la observó ordenar sin preguntar, y le gustó esa confianza adulta en ella, esa ausencia de culpa en la comida servida en el centro de la mesa.

Cuando llegó la ensalada, Giulia se sirvió sin pensar demasiado. Charlotte la miró sin decir nada, solo dejando que ese gesto le hiciera un hueco raro en el pecho: no alivio ruidoso, sino algo más silencioso, más hondo.




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