Giulia la llevó sin avisar hacia el Trastevere, atravesando calles donde la tarde parecía más joven que la mañana. Había músicos apoyados contra paredes viejas, niños con helado derritiéndose en las manos, parejas discutiendo con una teatralidad feliz que en otro país habría sonado a drama. En Roma todo era ruido vivo.
Charlotte miraba alrededor con un ojo curioso y el otro afilado. Era incapaz de apagar el radar completo. No por paranoia. Por costumbre. Por educación. Y por el fantasma.
Lo sintió antes de verlo, como siempre. Un metro de más de distancia en el paso de un hombre que no estaba disfrutando la ciudad sino midiendo riesgos. La sombra de alguien que no se pierde, que no se distrae, que no compra nada porque no está allí para eso.
Charlotte soltó una sonrisa pequeñísima.
—¿Otra de tus conversaciones con la salud mental? —preguntó Giulia.
—Con la salud mental de mi padre —respondió Charlotte, sin voltear la cabeza.
Giulia frunció el ceño, pero no insistió. Había aprendido que Charlotte decía la verdad en cuotas exactas, no por falta de confianza sino por método. Y Roma, al parecer, iba a sacar más cuotas de las habituales.
Entraron a una heladería diminuta con mosaicos azules y un mostrador que olía a leche, azúcar y limón. Giulia pidió por las dos otra vez, sin consultar.
—Pistacho y stracciatella —anunció con autoridad.
Charlotte aceptó el vasito y la miró como si estuviera evaluando un golpe elegante.
—¿Y si no me gusta?
Giulia la miró de arriba abajo con asco fingido.
—Te acostumbras. En Italia no se negocia con el pistacho.
Charlotte probó un poco. Se quedó callada un segundo por sorpresa sincera. Levantó la vista, ofendida consigo misma.
—Está criminalmente bueno.
Giulia sonrió amplia.
—Obvio.
Salieron con el helado a la calle. El sol rebotaba en edificios color miel y parecía decidir que ellas eran parte del paisaje.
A dos calles, Charlotte notó un auto negro estacionado con el motor apagado y los vidrios tan oscuros como un secreto. No era raro en Roma. Lo raro era el ángulo perfecto para verla pasar. El cálculo que tenía.
Charlotte comió otro bocado de helado sin apuro.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Giulia.
Charlotte dijo:
—Nada. Solo confirmo que sigo teniendo compañía no invitada.
Giulia alzó una ceja.
—¿Tu fantasma?
—Mi fantasma.
Siguieron caminando. Pero ahora Giulia también empezó a notar pequeños detalles: un hombre leyendo el mismo periódico atado a la misma esquina dos veces, la manera en que alguien aceleraba para cruzar la calle justo cuando ellas cambiaban de dirección. No era obvio para cualquiera. Giulia tenía calle italiana y, además, había aprendido a detectar amenazas suaves desde la terapia así que su cuerpo no se dejó engañar.
—No me gusta —dijo al fin, bajito—. ¿Te sigue alguien de verdad?
Charlotte soltó una risa seca.
—Giulia, esa es la forma que tiene mi padre de decir “descansa”. Con un ojo encima.
—¿Y tú estás… bien con eso?
Charlotte metió la cucharita de madera en el helado, pensó medio segundo.
—No significa nada. Él cree que todavía soy su proyecto. Yo creo que ya no sabe qué hacer con la versión final.
La frase salió como diagnostico clínico, pero Giulia la oyó como confesión sin adornos. Y eso la puso seria un instante.
—Te acostumbraste a vivir vigilada.
Charlotte se encogió de hombros.
—Me acostumbré a no dejar que la vigilancia decida lo que hago.
Giulia la miró de reojo, seca.
—Eso es peligroso y sexy.
Charlotte casi se atraganta de risa.
—¿Perdón?
Giulia se hizo la inocente con una facilidad que no tenía a los quince.
—Nada. Resistir vigilancia con helado en la mano es un talento peculiar.
Charlotte la empujó con el hombro apenas. No fue ternura. Fue una forma de decir “shh, sigue”.
Se metieron en una librería antigua donde el dueño parecía haber vivido tres siglos solo para estar rodeado de papel. Giulia buscó un libro para la universidad. Charlotte vagó entre estantes leyendo títulos en francés, italiano e inglés, tocando lomos como si estuviera saludando viejos rivales. A mitad del pasillo encontró una mesa con libros sobre políticas europeas y, sin darse cuenta, empezó a ordenar dos o tres por instinto… hasta que vio un nombre en la portada.
Un apellido.
Queen.
No el suyo. Otro Queen. Uno que estaba en un ensayo sobre finanzas globales con una foto antigua de un hombre que ella conocía demasiado bien porque lo había visto mil veces en pantallas, discursos y portadas.
Su padre.
Charlotte sostuvo el libro un segundo con la misma sensación que se tiene cuando alguien te toca por detrás sin permiso. No asco. No sorpresa. Esa mezcla lenta de posesión y rabia vieja.
Giulia se acercó con el libro que había elegido y vio la tapa sin leer del todo.
—¿Todo bien?
Charlotte guardó el libro en su lugar con calma quirúrgica.
—Sí.
La palabra fue demasiado lisa para ser verdad. Giulia no insistió. Solo le rozó la muñeca al pasar, como quien deja una mano en el borde del abismo por si alguien se cae.
Salieron de la librería con el sol cayendo un poco. El Trastevere empezaba a llenarse de cenas tempranas, velas encendidas, risas de turistas, discusiones de locales. Roma giraba hacia la noche como una puerta que se abre sola.
—Te llevo a mi casa —dijo Giulia de pronto, como si fuera una decisión obvia.
Charlotte parpadeó una vez.
—¿Tu casa?
—Te llevo a casa —dijo Giulia, sin rodeos.
Charlotte la miró como si acabara de colocar una ficha interesante en el tablero.
—¿A “casa” casa o a tu museo privado de italianidad peligrosa? —preguntó, con esa media sonrisa que no es broma pero tampoco amenaza. — Porque sinceramente no te reconozco.
—¿Y eso esta mal? —Pregunto de inmediato Giulia, con una sonrisa torcida que Charlotte no le conocía.