Giulia la arrastró a la cocina como quien no da opción pero tampoco hace escándalo. Charlotte la siguió sin prisa, con esa calma de quien deja que la otra crea que está marcando el ritmo… cuando en realidad solo está esperando el momento exacto para mover una pieza.
La cocina estaba al nivel de la casa: grande, luminosa, con mármol claro, ollas de cobre colgadas como si fueran parte de un museo que sí se usa, y una isla en el centro que era casi un escenario. Había una empleada ordenando algo en una esquina, impecable, cuidadosa, con esa eficiencia silenciosa que las familias ricas llaman “natural”.
Giulia se sacó los zapatos apenas cruzó el umbral. No por informal: por costumbre. Se arremangó el abrigo y se acercó a la empleada con una amabilidad que seguía teniendo esa timidez de fondo, incluso dentro de su propia casa.
—Lucia, grazie. De verdad. —Sonrió breve—. Pero hoy me encargo yo de la cena. Puedes irte. No te preocupes.
La mujer parpadeó. Se quedó inmóvil un segundo demasiado largo para alguien entrenada en no quedarse inmóvil. Miró a Giulia, luego a Charlotte, luego a Giulia otra vez. Respuesta automática de manual con pánico leve escondido.
—Signorina, ma… está segura…?
Giulia asintió rápido, casi como si temiera que el mundo la contradijera.
—Sì. Estoy segura. Yo me encargo.
Lucia sonrió con esa sonrisa profesional que dice “obedecer no es opción”, pero sus ojos tenían otra cosa: el terror discreto de alguien que acaba de recibir permiso para no existir en la escena, pero siente que si se va pasa algo histórico.
Charlotte se apoyó en el borde de la isla con una sonrisa torcida.
—Lucia parece como si “yo me encargo” fuera una amenaza —comentó, sin bajar el tono. Se volvió hacia Giulia—. ¿Qué haces normalmente? ¿Las cenas familiares terminan en juicio o en incendio?
Giulia se sonrojó en un latido. Fue mínimo, pero existió. Y ella lo supo, porque el reflejo fue inmediato: giró hacia el cajón de cubiertos sin razón práctica, dándole la espalda a Charlotte como quien se esconde de una cámara.
—Charlotte… no digas eso —murmuró, buscando una cuchara que no necesitaba.
Charlotte la miró, divertida. Porque no había escondite posible donde ella no entrara con la mirada.
—¿Qué? —levantó una ceja, angelical de mentira—. Solo estoy observando. Y tu casa tiene personal con instinto de supervivencia, eso me parece sano.
Lucia carraspeó con respeto y alivio.
—Yo… entonces… si necesitan algo, estoy en el ala de servicio. —Pausa breve, como si no quisiera irse pero sí quisiera vivir—. Buona cena, signorine.
—Buona cena —dijo Giulia, apretando la palabra para que sonara a cierre definitivo.
La puerta se cerró. La cocina quedó solo con ellas dos, el silencio tibio y esa sensación de que el aire ya estaba jugando.
Giulia exhaló como si acabara de sacar a un jurado entero de la sala. Se dio vuelta por fin.
Charlotte seguía ahí, recostada con elegancia insolente, mirándola como si hubiese pedido cena solo para ver qué hacía Giulia con las manos.
—¿Ya puedo hacer bromas sin que tu sangre suba a la cara? —preguntó Charlotte, suavísima.
Giulia apretó la boca para no reírse.
—No me subió a la cara.
Charlotte la recorrió con los ojos, lenta.
—Claro. Y yo soy una monja.
Giulia le tiró una servilleta.
—Si sigues molestando, te pongo a picar cebolla.
Charlotte la agarró al vuelo.
—Amenaza doméstica. Me encanta. —Se enderezó un poco—. ¿Qué vas a hacer?
Giulia abrió la nevera y empezó a sacar cosas sin mirar demasiado a Charlotte, pero hablándole igual, como si el movimiento le ayudara a no ponerse nerviosa.
—Algo fácil. Pasta, obvio. Pero no la de ayer. —Sacó tomates, albahaca, ajo, un trozo de parmigiano y un aceite con etiqueta que parecía más valiosa que algunos apellidos—. Hoy te toca algo que no puedas criticar sin ofender a toda Italia.
Charlotte se cruzó de brazos.
—No prometo nada. Mi deber moral es decir la verdad aunque duela un país entero.
—Qué heroica —murmuró Giulia, y se agachó a buscar una olla.
Charlotte se acercó un paso, solo uno, lo suficiente para que Giulia la sintiera detrás aunque pretendiera no hacerlo.
—Igual eres valiente por intentarlo.
Giulia se quedó congelada un segundo con la olla en la mano.
—No es valentía. Es miedo a tu lengua.
—Eso también es valentía.
Giulia giró la cabeza, le tiró una mirada rápida, y volvió a lo suyo. Pero la comisura le tembló de risa.
Charlotte se quedó ahí, observándola.
Y era obvio que le gustaba. No lo escondía. Ni un poco.
Giulia iba y venía con esa energía aplicada que siempre tuvo cuando algo le importaba: lavó, picó, salteó, probó la salsa con un gesto concentrado, como si le estuviera ganando una batalla al pasado por medio del cuchillo y el fuego. No hablaba demasiado. Murmuraba cosas prácticas. Hacía ruido con las ollas solo porque estaba viva y no tenía por qué pedir perdón por ocupar espacio.
Charlotte la miraba como si estuviera viendo una obra ajena y favorita. Y esa sonrisa diabólica le crecía con cada ida al fregadero, con cada mechón de pelo que Giulia se apartaba detrás de la oreja sin darse cuenta.
—¿Qué miras tanto? —soltó Giulia al fin, sin levantar mucho la voz.
Charlotte ni se molestó en fingir inocencia.
—Estoy evaluando si eres peligrosa en cocina o solo en teoría.
Giulia levantó la ceja.
—¿Y el veredicto?
—Todavía no termino el examen.
—Queen, esto no es Suiza. Aquí si te quedas mirando mucho tiempo sin ayudar, te ponen a lavar platos de por vida.
Charlotte avanzó hasta la isla con paso de reina aburrida.
—¿Qué quieres que haga?
Giulia le pasó una tabla y un puñado de albahaca, sin mirarla directo.
—Rompe esto con las manos. No cortes. Rompe.
Charlotte tomó las hojas, las miró como si fueran documentos diplomáticos.