La isla de mármol terminó de volverse mesa sin que ninguna lo dijera en voz alta. Giulia apagó el fuego, limpió lo imprescindible con movimientos rápidos y exactos, y sacó una botella de vino de una alacena alta que parecía tener su propia luz. Era de esas botellas que no piden permiso: etiqueta sobria, vidrio oscuro, año impreso con arrogancia.
Charlotte se quedó sentada en uno de los taburetes altos, piernas cruzadas, codos sobre la piedra como si el mármol también fuera territorio neutral. La miraba moverse con ese brillo de diversión peligrosa que Giulia fingía no notar…
pero lo notaba. Solo que no sabía qué hacer con eso sin ponerse roja, así que hacía algo mejor: servía.
—No sabía que eras sommelier ahora —dijo Charlotte, deslizando la mirada por la botella como si leyera un expediente.
Giulia sostuvo el sacacorchos en el aire un segundo.
—No soy sommelier. Soy italiana. Es distinto.
—Ah, claro. Un título hereditario.
Giulia sonrió, tímida, y se concentró en el corcho. Le tembló apenas la muñeca, lo suficiente para que Charlotte lo viera, no lo suficiente para que Giulia se diera cuenta.
—Tranquila —murmuró Charlotte—. Si se rompe, le echamos la culpa a tu aristocracia.
Giulia levantó la vista, escandalizada de mentira.
—¿A mi qué?
—A tu aristocracia. Siempre sirve de chivo expiatorio. A la mía le funciona.
Giulia soltó esa risa baja que parecía todavía pedir disculpas por existir, pero ya no se escondía detrás de la disculpa.
—Eres un problema.
—Soy una solución malinterpretada.
El corcho salió con un suspiro limpio. Giulia no celebró, pero los hombros le bajaron un poco. Sirvió en dos copas amplias, con cuidado de no llenarlas demasiado. En otro mundo habría sido ceremonia; en ese, era simplemente Giulia queriendo que saliera bien.
Puso una copa frente a Charlotte.
Charlotte la miró como si fuera otra pieza del tablero.
—Vino caro, pasta perfecta… —levantó la copa apenas—. Estoy empezando a sospechar que me secuestraste con lujo premeditado.
Giulia se apoyó frente a ella, del otro lado de la isla. No se sentó todavía. Como si sentarse fuera aceptar algo que su cuerpo ya aceptó pero su cabeza está verificando.
—Si fuera un secuestro, no te estaría dando opciones.
Charlotte bebió un sorbo. Lo sostuvo un segundo en boca, como si analizar el vino fuera también analizar a Giulia.
—Ok. Esto sí es criminalmente bueno. —La miró a los ojos— ¿Cuántas leyes italianas estoy rompiendo ahora mismo?
Giulia ladeó la cabeza, traviesa a su manera.
—Depende. ¿Estás disfrutando?
—Mucho.
—Entonces solo las morales.
Charlotte se rió, esa risa corta que le salía cuando algo la sorprendía de verdad.
—Sabes hablar como si no te temblara nada.
Giulia bajó los ojos al borde de su copa.
—No dije que no me temblara. Dije que igual lo iba a decir.
A Charlotte se le quedó una sonrisa quieta en la boca. No grande, no visible. De esas que te cambian el pulso por dentro.
Comieron. Al principio hablando de cosas fáciles: del barrio, de un profesor detestable que ambas recordaban por razones distintas, de los turistas que Charlotte quería empujar al río por obstaculizar la vida pública. Giulia se reía tapándose un poco la cara, como si todavía le diera pudor reír fuerte.
La tercera copa (no llena, pero tercera) fue el punto en que el aire dejó de ser “cena” y empezó a ser “otra cosa”.
Giulia se sentó al fin. Cruzó una pierna sobre la otra como si le saliera naturalmente, pero el gesto todavía tenía un leve “¿estoy haciéndolo bien?” en la espalda.
Charlotte lo vio. Sus ojos se iluminaron un poco, porque a ella le fascinaban esas microbatallas que nadie más notaba.
—¿Qué? —preguntó Giulia al ver la mirada.
Charlotte apoyó la barbilla en su mano.
—Nada. Estoy disfrutando el espectáculo de verte existir sin pedir permiso. Es adictivo.
Giulia parpadeó, roja.
—No me mires así.
—¿Así cómo?
—Como si estuvieras… —Giulia buscó palabras y no las encontró. Se dio por vencida con una risa nerviosa— …como si fueras a hacer algo.
Charlotte levantó una ceja, inocencia de utilería.
—Yo nunca “voy a hacer algo”. Yo hago.
Giulia tragó sin que hubiera bocado.
—Eso no me tranquiliza.
—No era la intención.
Silencio.
No incómodo. Uno de esos silencios que se colocan en medio de la mesa como si fueran parte de la comida.
Giulia bajó la mirada a su plato vacío, luego a la copa, luego al borde de la isla. Como si el mármol le diera una salida.
Charlotte no la dejó.
—¿Te acuerdas cuando te dije “mañana te comes el muffin conmigo”? —soltó Charlotte de pronto, voz suave, afilada incluso en lo tierno.
Giulia levantó la cabeza en un latido. La nostalgia le cruzó la cara como un reflejo involuntario.
—Sí.
—Nunca lo comimos.
Giulia entreabrió la boca.
—Charlotte…
—Shh. —Charlotte sonrió, casi amable— No es reproche. Es inventario.
Giulia bajó la mirada otra vez, un poco vencida por la memoria.
—Yo pensé en eso muchas veces.
—Yo también. —Charlotte bebió otro sorbo— Sobre todo cuando alguien intentaba convencerme de que “lo que pasa en Suiza se queda en Suiza”. Me pareció mala geografía.
Giulia soltó aire por la nariz, riéndose bajito.
—Tu sarcasmo sigue siendo una forma rara de cariño.
—No es rara. Es mi forma legal.
Giulia la miró fijo, como si quisiera decir algo importante pero el cuerpo no se lo permitiera todavía.
—¿Y por qué lo estás diciendo ahora?
Charlotte dejó la copa en la isla. Despacio. Como si el sonido exacto del cristal fuera decisión.
—Porque me aburrí de las medias distancias.
Los ojos de Giulia se abrieron apenas. Un destello. No miedo. Vértigo.
—Charlotte…
—Giulia. —La voz le salió baja, sin juego por primera vez en toda la tarde— Si quieres que pare, dímelo.