El cuarto de Giulia estaba abierto a la noche como si Roma también hubiera decidido no pedir permiso.
El ventanal gigante dejaba entrar aire frío y lejano olor a naranjos del patio. La sábana blanca apenas las cubría, más por costumbre que por pudor. Todo lo demás era piel tibia, respiración lenta, esa calma rara que queda cuando se acaba un incendio que llevaba años encendido por dentro sin que ninguna supiera que existía.
Había sido… eso.
No ternura domesticada.
No ceremonia.
Sino saciar una vieja hambre que no tenía nombre hasta hoy.
Charlotte estaba tirada boca arriba con la cabeza sobre el piecero, como si hubiera decidido desafiar la arquitectura incluso después de desarmar el mundo. Miraba las estrellas por encima del marco de la ventana, con los ojos quietos, casi satisfechos, como quien por fin entiende un acertijo que llevaba demasiado tiempo en la lengua.
Giulia estaba a su lado, recostada sobre un hombro de Charlotte sin aplastarla, sin pedir demasiado espacio. El pelo le caía sobre una clavícula, desordenado y hermoso, y su mano dibujaba círculos distraídos sobre la sábana como si todavía no supiera qué hacer con tanta paz.
Pasó un rato sin palabras.
No porque no hubiera cosas.
Sino porque a veces hablar es volver a vestirse.
Charlotte fue la primera en romperlo, con esa voz que sonaba igual de afilada aunque tuviera el pecho abierto.
—¿Te imaginas…? —dijo, sin dejar de mirar el cielo—. Esos dos años en Suiza si nos hubiéramos concentrado en esto y no en asesinar prefectas.
Giulia soltó una risa que le salió antes de poder controlarla. Una risa de verdad. De cuerpo cansado y feliz.
—Charlotte… —negó con la cabeza, todavía sonriendo—. Hubiese sido mi perdición.
La frase venía medio en broma, medio con una tristeza dulce que no tenía filo. Y eso hizo que Charlotte girara la cara. No de golpe. Lento. Como si permitirse mirarla así fuera otra imprudencia.
Por un momento, Charlotte no tuvo máscara. Ni tablero. Ni esa versión de sí que le da al mundo con guantes puestos.
Solo Charlotte.
La miró a los ojos como quien acepta caer un milímetro.
—Las cosas no fueron así entonces —dijo. Suave. Simple. — Porque había algo más importante… tú. Que solucionar en ese momento.
No sonó bonito. Sonó inevitable.
Giulia parpadeó.
—¿Yo? —se le escapó, chiquito.
Charlotte soltó una risa mínima por la nariz. Sin burla. Con verdad seca.
—Sí, tú. —Pausa corta—. La venganza fue dulce, claro. Ver a las prefectas largándose expulsadas fue… satisfactorio. —La palabra sonó limpia, casi clínica—. Pero después de eso no quedaba nada.
Giulia se quedó quieta.
Charlotte siguió, sin suavizarlo:
—Tú no volviste. —La miró a los ojos— Y las otras me miraban como si tuviera dinamita en los bolsillos. Creo que les dio miedo. O asco. Qué sé yo. —Encogió un hombro— Me quedé sola en un internado lleno de gente. Eso es peor que estar sola de verdad.
Giulia tragó saliva.
—Charlotte…
—No me interrumpas con cara de culpa. —La cortó suave, pero cortó— No te estoy cobrando nada. Te estoy explicando por qué no iba a perder el tiempo jugando a “esto” mientras tú estabas hecha pedazos.
Giulia abrió la boca otra vez. Cerró. El aire le tembló apenas.
—Yo… no sabía que te habías quedado así —dijo bajito, sin dramatismo, como si le diera miedo decirlo fuerte.
Charlotte sostuvo el techo un segundo, como quien se permite no mirar para no hundirse. Después volvió a girar la cara hacia Giulia. Lento. Sin teatro.
Ese giro cambió algo.
Porque ahí no estaba la Queen completa. No estaba la que mide, la que corta, la que domina el cuarto solo con existir. Estaba otra versión: más chica, más cansada, más humana de lo que Charlotte deja ver.
La miró fijamente, sin escudo.
—No me quedó opción —dijo. Y la voz le salió baja, seca, sin filo puesto adrede.
Giulia se quedó quieta, golpeada por lo simple.
Charlotte respiró hondo. Como si odiara estar diciendo esto, pero también como si ya no pudiera tragárselo.
—En Suiza todo era guerra. El colegio, las prefectas, mi padre, mi cabeza… —hizo un gesto mínimo, como barriendo el cuarto con esa lista—. Pero tú eras el único punto donde esa guerra no podía ganar. —Pausa corta.— No podía querer nada así, no podía dejar que esto existiera, mientras lo urgente era que tú siguieras aquí.
No sonó bonito. Sonó a verdad que molesta porque no admite discusión.
Giulia bajó la mirada un segundo. No por vergüenza. Por peso. Luego volvió a mirarla.
—Yo sí quería quedarme —dijo, con una sonrisa débil que le temblaba en la boca—. Solo que no sabía cómo.
Charlotte frunció la nariz, como si esa frase le doliera en un lugar antiguo.
—Ya lo sé.
Silencio.
Pero no el silencio de antes. Este era de piel exhausta y cabeza clara. De dos personas que por fin dejaron de fingir que no se habían necesitado.
Giulia se movió despacio. Se dio vuelta del todo, como acomodándose en el mundo nuevo, y se recostó al lado de Charlotte. Apoyó la cabeza cerca de la suya, mirando el mismo cielo desde el mismo ángulo raro del piecero.
Y ahí, sin apuro, con esa timidez valiente que siempre fue su manera más peligrosa de existir, dijo:
—Qué lástima que tu año ya casi termina…
Charlotte giró los ojos hacia ella, curiosa.
Giulia sonrió chiquito, sin dramatismo, como si lo estuviera soltando solo porque ya era tarde para guardárselo.
—Yo todavía tengo casi cinco meses antes de ir a la universidad.
La frase quedó en el aire como una puerta abierta.
Charlotte no contestó de inmediato. Solo se quedó mirándola de reojo, quieta, calculando… pero esta vez no era cálculo de guerra.
Era otra clase de plan.