Charlotte despertó temprano como siempre, incluso cuando ya no había campanas suizas ni prefectas rondando pasillos para recordarle la hora. En Roma el aire entraba más caliente, más lento, pero ella seguía funcionando con la misma precisión militar que le habían entrenado desde niña y que ahora usaba por puro orgullo. Se levantó sin prisa, se duchó, se arregló con la elegancia exacta de alguien que no necesita público para ser impecable, se tomó un té en la cocina del loft como si ese gesto fuera un acto político, y después salió a la calle con el sol todavía indeciso.
Caminó hasta un cajero cerca del río, metió la tarjeta con la calma de quien no se apura ni para comprobar que el mundo sigue obedeciendo, y esperó el sonido familiar de la máquina escupiendo billetes. En lugar de eso, apareció el mensaje: fondos insuficientes. Charlotte lo leyó dos veces, no porque no entendiera, sino porque le daba gracia que el guion fuera tan obvio. Sonrió sola, con una burla chiquita en la boca.
—Claro —murmuró para sí—. Qué creativo, Richard.
No se molestó en intentarlo otra vez. Se guardó la tarjeta como si fuera una carta quemada, dio media vuelta y regresó al loft sin acelerar el paso, porque correr por dinero de su padre habría sido admitir que el movimiento le dolía. Y no le iba a dar ese gusto.
De vuelta adentro, dejó el bolso sobre la mesa, tomó el movil y marcó al banco con una naturalidad casi divertida. La operadora la pasó a un hombre con voz de oficina con moqueta, y Charlotte escuchó el reporte como quien escucha el clima.
—Señorita Queen —dijo el ejecutivo al otro lado—, la extensión de la tarjeta del señor Richard Queen fue desactivada ayer. En este momento no tiene fondos habilitados a su nombre.
Charlotte miró el techo como si se imaginara la cara de su padre al firmar el corte.
—Entiendo. Gracias.
—¿Desea…
—No —lo interrumpió con cortesía impecable—. Solo quería confirmar que mi padre sigue siendo predecible.
Colgó sin más y dejó el teléfono sobre la mesa como quien deja una ficha inútil. Se sirvió otro té, porque el teatro de la mañana merecía un poco más de pausa, y justo cuando estaba apoyando la taza, el teléfono vibró como si la escena también tuviera guion.
Charlotte contestó sin siquiera mirar el número, porque no había necesidad.
—¿Qué tal tu día, Richard? ¿Ya te sentiste poderoso?
La voz de su padre llegó seca, sin saludo y sin perder tiempo en jugar a quererla.
—Estás por tu cuenta. Lo único que voy a pagar es ese. Para que me llames cuando decidas volver.
Charlotte sonrió con una tranquilidad casi ofensiva.
—Qué generoso. Te tomaste la molestia de financiar mi libertad con garantía de devolución.
—No te confundas. No es libertad. Es consecuencia.
—¿Consecuencia de qué? ¿De tener diecinueve y no ser una estatua? —Se recostó contra la isla, mirando la ventana abierta—. Mira, si querías que te llame para rogarte, te equivocaste de hija.
Hubo un silencio tenso, más de él que de ella.
—Vas a volver —dijo Richard, como decreto.
Charlotte se rió bajito, dulce y venenosa.
—Conmigo siempre te equivocas en los cronogramas.
—No te voy a seguir financiando el capricho.
—Entonces no lo llames capricho. Llámalo “tu incapacidad de controlar la versión final”. Suena más honesto.
El golpe cayó donde tenía que caer. Richard respiró una vez, apenas, y su paciencia se quebró como vidrio caro.
—Cuando te canses, me llamas.
—Claro. En cuanto me vuelva obediente y aburrida, te aviso.
Le colgó sin despedida. Charlotte miró el aparato un segundo, satisfecha de que el mundo siguiera confirmando sus teorías, y dejó el donde estaba, como un animal doméstico que todavía no decidía si iba a amar o a morder.
Luego tomó el teléfono otra vez y marcó a Giulia. Contestó rápido, con ruido de calle detrás.
—Ciao, Queen.
—Ciao, italiana. El almuerzo se cancela.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Te secuestró Roma o te secuestraste tú?
Charlotte caminó hasta la ventana, mirando la ciudad como si fuera una maquinaria que ya estaba aprendiendo a usar.
—Me secuestró mi padre con un acto dramático de pobreza impuesta. Me cortó la tarjeta.
Hubo medio segundo de silencio al otro lado, y luego una risa abierta de Giulia, genuina, casi feliz con lo ridículo del asunto.
—¿En serio? ¿Por fin se le acabó la paciencia?
—O por fin decidió que la mejor manera de hacerme volver es creer que no sé respirar sin él.
Giulia seguía riéndose, pero más suave ahora, como quien ya ve venir la jugada.
—¿Y qué piensas hacer?
Charlotte se encogió de hombros aunque Giulia no pudiera verla, con esa calma insolente que nunca era improvisada.
—Lo que hacen las personas normales de mi edad, supongo. Trabajar.
Giulia soltó otra carcajada, más incrédula.
—No puedo con esto. Charlotte Queen trabajando como mortal. Roma se va a caer.
—Que no se caiga antes de que encuentre algo decente —dijo ella, divertida—. No pienso vender flores en la plaza. Tengo estándares.
—Los mismos estándares que te metieron a Harvard.
Charlotte sonrió con brillo afilado.
—Exacto.
Giulia respiró al otro lado, todavía con humor, todavía sin dramatismo.
—Bueno. Nos vemos en un rato. Yo invito café antes de que te conviertas en proletaria por completo.
—Me encanta que me humilles con cariño.
—Es mi idioma favorito.
Charlotte soltó una risa bajita.
—Nos vemos, Giulia.
—A después, Queen.
Colgaron, y Charlotte se quedó mirando el loft con esa expresión de alguien que no ha perdido nada; solo está reorganizando el tablero con otra clase de piezas. Si Richard pensaba que quitarle dinero era quitarle opciones, era porque todavía no entendía la única regla real de su hija:
Charlotte no obedecía por recursos.
Obedecía por voluntad.
Y esa, hoy, no estaba en venta.