Charlotte

Capítulo 20. – Tarjetas sobre la mesa.

Giulia llegó al loft con la alegría puesta como abrigo, haciendo sonar los tacones contra el piso de madera vieja. Era un ruido bonito en ese lugar: no por fuerte, sino por decidido, por la manera en que anunciaba presencia sin pedir permiso. Traía dos cafés en vasos de cartón de panadería cara y una bolsa pequeña que olía a algo dulce, aunque ella no la mencionó, como si el gesto tuviera que parecer casual para no volverse importante.

Charlotte abrió la puerta antes de que Giulia tocara. No porque estuviera esperando con ansiedad; porque Charlotte siempre sabía el ritmo exacto en que la gente llega.

Giulia se inclinó y le dio dos besos en las mejillas, rápidos, teatrales, casi un simulacro elegante de normalidad. Charlotte no se apartó, pero tampoco se dejó domesticar por el ritual: giró apenas la cara lo justo para que el segundo beso rozara donde quería rozar.

—Traje café —anunció Giulia, alzando los vasos como si fueran una ofrenda diplomática.

—¿Para salvarme del proletariado o para ver si tiemblo? —respondió Charlotte, con esa sonrisa torcida que no era pregunta inocente.

—Para las dos cosas, probablemente.

Charlotte tomó uno de los vasos sin agradecer en palabras, porque el agradecimiento en ella era otra cosa: el gesto de que lo aceptara ya era suficiente. Giulia entró, dejó el suyo sobre la mesa baja y las dos se tiraron al sofá como si el mundo no tuviera derecho a imponer distancia. El loft estaba tibio, con luz entrando en diagonal por las ventanas altas, y con ese olor a ciudad que se cuela aunque cierres puertas: café, piedra caliente, río estancado a lo lejos.

Giulia se acomodó, cruzó una pierna, y entonces sacó una tarjeta de su bolso. Elegante, rígida, con letras doradas que parecían haber sido diseñadas para intimidar sin levantar la voz. La dejó sobre la mesa, entre ellas dos, como se deja una ficha que cambia la partida.

Charlotte la miró. No dijo nada. No hacía falta: sus ojos preguntaron de qué era eso con el mismo filo con el que en Suiza fastidiaba a prefectas.

Giulia no titubeó. Se inclinó un poco hacia adelante, segura en su propia manera.

—Es el número de uno de los empleados de mi padre.

Charlotte parpadeó lento.

—¿Y eso por qué está en mi sala?

—Porque espera una llamada tuya mañana temprano.

La mirada de Charlotte se volvió cuchillo. No de miedo. De orgullo ofendido.

—Giulia. No.

—Charlotte.

La forma en que dijo su nombre no fue súplica. Fue aviso. Giulia conocía la muralla antes de empujarla.

—No necesito que me muevas fichas —dijo Charlotte, apoyando un codo en el respaldo, calma de reina con el gatillo listo—. No me gusta deber. A nadie.

Giulia soltó una risa corta, sin malicia, como quien ya sabía esa frase antes de que saliera.

—Ay, Queen… —se recostó contra el sillón, restándole peso al mundo con un gesto—. No es “deber”. Es logística. Y si te molesta la palabra, cámbiale el nombre en tu cabeza.

—No lo entiendes. —Charlotte bajó el tono, más peligroso por eso—. Si llamo a tu gente, se convierte en favor. Y los favores son deudas con perfume.

—Claro que lo entiendo. —Giulia la miró fijo, sin ofenderse, pero con la guardia derribada de verdad—. Por eso te lo estoy diciendo así.

Charlotte frunció el ceño, desconfiada de cualquier frase que sonara a cariño.

—No quiero que tu familia tenga nada que ver con esto.

Giulia levantó una ceja, divertida.

—¿“Esto” qué es? ¿Tu padre jugando a la pobreza para controlarte? Porque perdón, pero ahí mi familia ya tiene opinión, aunque no la invites.

Charlotte soltó una risa seca.

—No vine a Roma a ser caso de estudio para los Giordano.

Giulia se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

—No eres un caso de estudio. Eres una Queen. —La frase salió sencilla, casi como si fuera obvia—. Y ser una Queen basta.

Charlotte la miró como si quisiera encontrarle trampa.

Giulia siguió, sin dramatismo, más verdadera por eso:

—Tu formación, tu cabeza, tus idiomas… eso es ayuda. Eso es capital. Eso es tuyo. —Se encogió de hombros—. Mi padre no mete estúpidas en sus negocios, Charlotte. No por generosidad: por orgullo. Y tú no eres estúpida ni en tus peores días.

Charlotte abrió la boca para responder con algo filoso, pero la frase le cortó el impulso ahí donde dolía admitirlo: en el centro de su competencia.

—No necesito que nadie “me meta” en nada —alcanzó a decir, dura.

Giulia sonrió pequeñito, como si eso fuese exactamente lo que esperaba oír.

—Lo sé. Por eso esto no es “meterte”. Es darte una puerta. Tú decides si la pateas, si la atraviesas o si la incendias.

Charlotte tomó la tarjeta con dos dedos, la levantó apenas como si fuera una prueba sucia, y la dejó otra vez.

—No voy a tener a tu padre creyendo que me está salvando.

Giulia soltó aire por la nariz, con paciencia.

—No cree eso. —La mirada se le volvió más suave, más limpia—. Cree que tú le vas a rendir. Que es distinto.

Charlotte se quedó un segundo en silencio. La palabra “rendir” le calzó demasiado bien como para no molestarle.

—Igual es deuda.

Giulia se quedó callada una fracción de más. Cuando habló, la voz le salió sin escudo. Sin juego. Dándole a Charlotte justo lo que sabía que necesitaba.

—Ok. Entonces tómalo como un quid pro quo.

Charlotte alzó la vista, alerta.

Giulia sostuvo la mirada.

—Tú me salvaste cuando yo iba en caída libre. En Suiza. —No lo dijo con culpa ni con drama; lo dijo como hecho biográfico, como contrato viejo—. No con ternura. Con rabia, con pared, con terquedad. Pero me salvaste igual.

Charlotte hizo un gesto mínimo con la mandíbula, como si quisiera negar la palabra “salvaste” por deporte.

Giulia no la dejó.

—Ahora yo te doy un empujoncito para que sigas dándole la pelea a tu padre. No para que te sientas cuidada. Para que no le regales a Richard la victoria más fácil de su vida.




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