Charlotte

Capítulo 21. – Botas rectas y puertas pesadas.

La mañana tenía esa luz romana que no pregunta si estás lista para el día; entra igual, descarada, como si fuera dueña del cuarto. Charlotte se movía dentro de esa claridad con la precisión de siempre, pero con un cansancio dulce en el cuerpo que no venía del sueño, sino del desorden feliz de la noche.

Giulia seguía en la cama, envuelta en sábanas blancas como si las sábanas fueran su derecho natural. El pelo oscuro desparramado sobre la almohada, la piel tibia, los ojos medio abiertos con esa sonrisa lenta de quien todavía tiene el mundo en pausa. Vio a Charlotte cruzar el loft en silencio, elegir la ropa como quien arma un uniforme aunque jure que no cree en uniformes, y se apoyó contra las almohadas con la atención juguetona de quien no quiere perderse el espectáculo.

Charlotte se estaba vistiendo de espaldas al ventanal. Pantalones de bota recta, oscuros, de caída limpia y exacta. Camisa blanca de manga larga, impecable, con un único botón suelto a la altura del pecho, lo suficiente para que el aire hiciera de cómplice. Tacones oscuros, sobrios, de esos que suenan como decisión. Cartera de cuero rígido, minimalista, cara sin decirlo. El cabello rubio suelto, desordenado a propósito en el punto exacto donde el desorden todavía es poder. Apenas maquillaje: lo justo, nada más. Como si su cara no necesitara permiso para estar lista.

Giulia la miró un rato sin hablar. Le habría gustado decir algo hermoso, pero su idioma con Charlotte era otro: el de las bromas que esconden el cariño.

—Pareces que vas a dirigir la empresa, no a ser pasante —dijo al fin, con esa voz ronca de mañana que siempre sonaba a secreto.

Charlotte no se giró del todo. Se puso los pendientes con calma, mirándose en el espejo apenas de reojo.

—¿Qué quieres que haga? ¿Ir en pijama? ¿La oficina de tu familia se cae a pedazos?

Giulia soltó una risa que le salió fácil, como si el cuerpo todavía no hubiera terminado de volver del fuego de anoche.

—Si mi familia estuviera quebrada lo sabrías. Roma entera lo sabría. Pero… quién sabe, quizá las oficinas sí son un asco. Averígualo sola.

Charlotte por fin se giró. La cara le traía una calma seca que a Giulia siempre le parecía peligrosa y bonita.

—No me tientes. Soy capaz de pedirles que redecoren solo por deporte.

Giulia sonrió, achicando los ojos con esa alegría de quien ya no se asusta de ella.

—Te van a dejar jugar —dijo, y ahí bajó un poco el tono, como quien entra a un territorio serio sin quitarse el brillo—. La mano derecha de mi padre es quien te citó hoy. Él te contrató. Se llama Alessandro Vitale.

Charlotte levantó una ceja.

—¿Vitale? Suena a hombre que no sonríe nunca.

—No sonríe nunca —confirmó Giulia, divertida—. Es duro, serio, aburridamente perfecto. Pero es un tesoro para mi padre. Y sabe más negocios que toda mi familia junta. —Hizo una pausa mínima, mirándola con la certeza de quien conoce bien a las dos puntas del juego—. Te va a encantar trabajar con él.

Charlotte se rió por la nariz, esa risa breve de “no prometo nada”.

—Giulia, soy una pasante. Dudo que el segundo al mando se moleste en verme más de diez segundos.

Giulia la miró como si eso le diera ternura. Y también rabia porque sabía que Charlotte se protegía incluso cuando no hacía falta.

—¿Te estás subestimando?

Charlotte terminó de ajustar el reloj en la muñeca. El movimiento era tan controlado que parecía amenaza tranquila.

Se le torció una sonrisa macabra, apenas.

—Jamás. Pero existen jerarquías, italiana. Y una mocosa con cuatro idiomas y un bachillerato inflado no es nada en las grandes industrias.

Giulia abrió la boca para contestar algo filoso… y se contuvo. No porque no tuviera qué decir. Porque era inútil competir con el sistema de defensa de Charlotte antes de que el día empezara. En vez de eso sonrió, encantada, viéndola terminar de estar lista con esa belleza de navaja que Charlotte ni siquiera registraba como belleza.

—Entonces anda a ver si tu “no es nada” le asusta a alguien —dijo suave.

Charlotte recogió la cartera. Se quedó un segundo al borde de la cama, no acercándose como quien busca ternura, sino como quien confirma una decisión. Giulia la miró desde las sábanas con esa sonrisa perezosa de mañana que no pedía nada, pero lo entendía todo.

Charlotte sostuvo la mirada un latido más de lo normal. La comisura se le torció apenas, cómplice, peligrosa. Giulia le devolvió la misma clase de sonrisa: no romántica, no dulce, sino de “anda, ve y revienta ese mundo”.

No dijeron nada. No hacía falta.

Charlotte giró hacia la puerta, se la colgó al hombro con calma de reina y salió del loft sin mirar atrás.

Giulia se quedó recostada, viéndola irse, sin decir nada más. Con esa sonrisa que no pedía permiso ni disculpas. Con la intuición tranquila de que el día iba a morder distinto.

La empresa de la familia de Giulia no estaba escondida en una calle discreta. No necesitaba esconderse.

El edificio ocupaba una esquina amplia cerca del Lungotevere, de piedra clara y líneas clásicas con un toque moderno que gritaba dinero sin necesidad de logos. Una fachada sobria, ventanas altas, puertas de vidrio grueso con herrajes de bronce. No era “corporativo” de plástico. Era institucional. Era una casa antigua vestida de poder contemporáneo. Como toda aristocracia que aprendió a invertir.

Charlotte llegó a pie, no porque no pudiera pagar un coche, sino porque le gustaba entrar al tablero sintiendo el terreno. El tacón sonó firme sobre la acera húmeda de mañana. No miró el edificio con asombro; lo midió como se mide un rival que puede convertirse en aliado.

Vestida así, no parecía pasante.

Parecía parte del edificio. Eso era lo primero que incomodaba y fascinaba a la gente cuando ella entraba a un lugar nuevo: nunca parecía invitada. Parecía heredera por defecto.

El lobby era un silencio caro: mármol pulido, una escultura abstracta en el centro, cuadros contemporáneos con marcos finísimos, recepcionistas que no levantaban la voz porque el edificio entero obligaba a hablar bajo. La seguridad la miró un segundo, luego bajó la vista al registro. El mismo gesto que se hace cuando sabes que no te conviene preguntar demasiado.




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