Charlotte

Capítulo 22. – Dientes en el mármol.

Quince días no eran nada en la vida de una Queen, pero en una oficina italiana podían ser suficientes para separar a las pasantes decorativas de las que llegan con hambre real.

Charlotte ya no se sentía turista en ese edificio. Había aprendido su respiración: el ritmo de los ascensores, la hora exacta en que el café subía de la cocina del piso doce como una promesa, la manera en que los analistas mayores evitaban el lobby a las nueve con veinte porque a esa hora pasaba gente que no toleraba saludos inútiles. Había memorizado nombres sin preguntar, jerarquías sin que se las explicaran y silencios sin ofenderse. Ese lugar le gustaba porque no tenía nada de blando. Nadie la felicitaba por existir. Le daban trabajo, exigían precisión y esperaban que lo soportara sin hacer ruido.

Y ella lo soportaba como deporte.

Alessandro Vitale le había dado una rutina exacta: paquetes de lectura por la mañana, resúmenes antes de las diez, y esos diez o quince minutos a las once donde la llamaba a su oficina para revisar, cortar, corregir, empujar.

Charlotte vivía para eso sin admitirlo a nadie. No era algo sexual —ni cerca—. Era algo mucho más peligroso para ella: admiración en idioma propio.

A las once en punto entraba a la oficina de Vitale con sus hojas impolutas, el pelo recogido de cualquier forma que no pareciera esfuerzo, y una cara que decía “no te voy a hacer perder el tiempo”. Él la miraba dos segundos —dos segundos exactos, siempre—, le arrebataba los papeles sin ceremonia y empezaba a disparar preguntas como si no quisiera comprobar qué sabía, sino hasta dónde aguantaba.

—¿Por qué este indicador de liquidez te parece débil?
—No me parece. Lo es. Porque está inflado por venta de activos no recurrentes.
—¿Y cuál es la implicación real?
—Que el flujo operativo es más frágil de lo que el comunicado quiere sugerir.

Vitale no decía “bien”. No decía “interesante”. Solo levantaba una ceja mínima o hacía una raya roja en un párrafo como cirugía silenciosa. A Charlotte le encantaba esa falta de azúcar. Era una conversación entre dos personas que no necesitaban fingir cordialidad para respetarse. Ella salía cada día con una corrección nueva, un desafío escondido, o una frase corta que le quedaba ardiendo como deber.

Después volvía a su oficina y trabajaba con la misma calma voraz con la que había destruido prefectas en Suiza: sin alzar la voz, sin dudar, sin pedir permiso.

Ese jueves la mañana venía normal.

Los paquetes eran sobre una posible inversión en una cadena de hoteles boutique en la costa adriática. Proyecciones, prensa, riesgos regulatorios, evaluación de competidores. Aburrido para cualquiera que quisiera brillo; delicioso para Charlotte porque el aburrimiento de otros era exactamente el lugar donde ella encontraba ventaja.

Leyó todo dos veces. Traducía mentalmente el italiano de las notas internas al inglés de los reportes internacionales. Comparaba cifras con comunicados de prensa, con notas de mercado, con algo que había leído en Londres y que todavía recordaba porque su memoria era una trampa profesional.

A las nueve con cuarenta recibió el último documento: un memo interno, reciente, sobre el plan de expansión.

Lo leyó una vez con la vista. La segunda con los dientes.

Había una línea pequeña, un número suelto en medio del párrafo, casi inofensivo: el costo estimado de adquisición por propiedad.

No cuadraba.

No era error de dedo. Era una discrepancia estructural: ese costo era un veinte por ciento más bajo que el promedio de los últimos tres proyectos comparables que la empresa había financiado en Grecia y España. Y el memo lo trataba como si fuera lo normal.

Charlotte sintió una chispa nítida —no de rabia, de foco—. Esa clase de chispa que no aparece cuando te equivocas, sino cuando descubres que alguien está intentando que no mires.

Abrió el archivador. Sacó dos carpetas de días anteriores, donde había anotado datos de comparables porque jamás tomaba un memo como verdad sin contexto. Buscó los números. Confirmó la diferencia. Revisó la fecha del memo. Era de ayer.

Eso quería decir una cosa: o alguien era incompetente… o alguien estaba vendiendo humo hacia arriba.

Charlotte no podía probar cuál. Todavía no.

Pero podía marcarlo.

Tomó un lápiz, subrayó la línea y escribió al margen, pequeña y seca:

“Adquisición subestimada vs. comparables 91-92. Revisar fuente / supuestos.”

Lo metió en la carpeta final con el resto de su resumen. Y, por primera vez desde que estaba ahí, no esperó a las once sin más. Se levantó, caminó al cubículo del analista senior asignado como supervisión indirecta —un hombre joven, ansioso de jerarquía, con corbata demasiado apretada— y le dejó la carpeta abierta en el escritorio.

—Esto no cuadra —dijo sin saludo extra.

El analista frunció el ceño, incómodo de que una pasante le hablara como igual.

—Seguro está bien. Vino de arriba.

Charlotte lo miró un segundo, lisa.

—Entonces arriba está mirando mal.

El hombre parpadeó, ofendido.

—Señorita Queen…

Charlotte no se movió ni un centímetro.

—No estoy opinando. Es aritmética. Si quieren que les haga resúmenes para dormir tranquilos, me avisan y me voy.

No levantó la voz. Por eso sonó peor.

El analista abrió la boca para decir algo… y en ese mismo instante su teléfono sonó. Él contestó, hizo una reverencia verbal, colgó con la cara pálida.

—Vitale quiere verla antes de las once —dijo, como si le acabaran de pasar un cableado eléctrico por la espalda—. Ahora.

Charlotte no preguntó por qué. Porque ya lo sabía.

Caminó hasta la oficina de Vitale sin prisa, con el ritmo exacto de quien no ha hecho nada malo. Entró. Cerró la puerta detrás de sí con suavidad.

Vitale estaba de pie frente a la ventana, mirando el río como si el río le debiera informes. Tenía la carpeta de Charlotte abierta en la mano, justo en la página subrayada.




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