Charlotte

Capítulo 23. — Cena con cuchillos dorados.

Charlotte se miró por última vez en el espejo del loft con la misma atención con la que otros miran un mapa antes de cruzar una frontera.

El vestido era gris plomo, sobrio y perfecto, cayendo justo bajo la rodilla como si el largo fuera una decisión política. Encima, un blazer a juego que marcaba hombro sin pedir permiso. Tacones oscuros, finos, hechos para sonar en pisos caros. El cabello rubio suelto, pulido por naturaleza más que por esfuerzo; el maquillaje apenas sugerido, lo suficiente para que la cara se viera despierta sin parecer trabajada. Charlotte no se arreglaba para gustar: se arreglaba para ser leída correctamente.

El celular sonó sobre la mesa.

Charlotte puso los ojos en blanco antes de siquiera tocarlo. No hacía falta adivinar.

—¿Sí? —dijo, seca.

La voz de Richard entró directa, sin saludo, como siempre. Un látigo envuelto en formalidad.

—¿Ya estás lista para volver?

Charlotte se observó el reflejo un segundo más, como si estuviera midiendo la paciencia que iba a gastar en esa llamada.

Se rió corto. No con humor: con cansancio afilado.

—En cinco meses —contestó, y le colgó.

Dejó el teléfono donde estaba como quien deja una mosca atrapada bajo un vaso y ni se molesta en mirarla morir.

Tomó las llaves y una bolsa pequeña con lo esencial —porque Charlotte siempre salía ligera de equipaje, incluso cuando el mundo quería pesarle encima— y bajó.

Un taxi la llevó por Roma con la noche empezando a ponerse bonita sin esfuerzo. Las calles tenían esa mezcla de caos y elegancia que a ella le parecía un idioma familiar; el conductor hablaba con la radio baja, luces de los semáforos rebotaban en la ventana como si fueran flashes de una película vieja.

Cuando el portón negro de la casa de Giulia se abrió, Charlotte sintió algo distinto antes de verlo.

La casa estaba viva.

No por ruido escandaloso, sino por esa clase de vida cara que se nota en la respiración del lugar: flores frescas donde antes no había nada, música instrumental flotando sin imponerse, olor a comida real subiendo desde algún rincón, ventanas abiertas dejando entrar aire natural como si el jardín también fuera parte de la cena.

Giulia salió a recibirla al patio frontal.

Charlotte alcanzó a notar la mirada de ella antes de que Giulia dijera una palabra: esa mezcla de orgullo y travesura que Giulia no sabía disimular cuando Charlotte se le aparecía así, vestida de “yo pertenezco aquí aunque me niegue”.

—Llegas como diplomática —soltó Giulia, apoyándose un segundo en el borde de la puerta—. ¿Vienes a negociar o a conquistar?

—Depende de dónde me hagas sentar —respondió Charlotte, quitándose el abrigo con calma—. Y de cuántas preguntas incómodas tenga que resistir.

Giulia sonrió, incapaz de dejar de mirarla. Y Charlotte lo sabía. Por eso caminó despacio al lado de ella; por eso dejó que el tacón sonara un poco más fuerte de lo necesario. Un recordatorio suave de quién era, y de que podía serlo donde quisiera.

Una empleada del servicio apareció con una charola, impecable y silenciosa.

—Soda? —preguntó en italiano suave.

—Sí, gracias —dijo Giulia sin mirar.

Charlotte aceptó la copa casi sin gesto, y ambas caminaron hacia el jardín trasero.

El patio estaba preparado como si no fuera una “cena con los padres”, sino una escena entera: muebles de exterior de madera clara, cojines neutros, una piscina al fondo reflejando el cielo como espejo extra, y aún quedaba luz de sol suficiente para que todo se viera tibio, dorado, casi inocente.

Se sentaron frente a la piscina. Hablaron de nada unos minutos: pequeñas bromas para acomodar el aire.

Charlotte, por dentro, estaba exactamente donde le gustaba estar: con el cuerpo tranquilo y la cabeza despierta. No nerviosa. Lista.

Después de un rato, los pasos que se acercaron no fueron discretos.

Fue esa presencia adulta que cambia el ritmo del jardín aunque intente no hacerlo.

Giulia se enderezó primero. Sonrió de un modo que a Charlotte no le conocía del todo: más hija, más luminosa.

—Mamma. Papà.

Los padres entraron a la escena como se entra a una casa que también es imperio.

La madre de Giulia era alta, delgada, elegante sin pedirle permiso a nadie. Vestía Chanel con la misma naturalidad con la que otras mujeres se ponen un suéter, perlas pequeñas en el cuello, el pelo perfectamente trabajado. Tenía algo de Evelyn —el molde social, la precisión, la belleza que no se disculpa— pero no el frío. Había ojos cálidos detrás de la forma perfecta.

Y Charlotte lo entendió antes de que pasara: esa mujer no venía a probarla como rival. Venía a agradecerle como una madre que nunca olvidó.

La madre llegó directo a ella.

—Mi niña… —dijo, y “mi” no fue posesión: fue gracias. Le tomó las manos y luego la abrazó con ese abrazo que dura un segundo más de lo habitual porque no es etiqueta, es deuda sagrada. Charlotte se quedó quieta al principio, y después aceptó el gesto sin batalla.

—No sabes cuánto te debemos —susurró Isabella, apartándose apenas para mirarla a los ojos. —No solo por lo que hiciste… sino por no desaparecer cuando todo se caía.

Charlotte tragó aire. Esa clase de frases no tenían manual para ella. Solo asintió, seca, con la única forma de respeto que sabía dar sin romperse.

Giulia, al ver la escena, soltó una risa bajita y cómplice.

El padre de Giulia se acercó después, pero esta vez no entró como en la oficina: entró como padre.

Era un hombre grande, canoso, de traje caro y presencia de mesa importante —de los que Richard reconocería como par sin necesidad de tarjeta de presentación—, pero en el jardín llevaba otra cosa encima además del poder: una alegría contenida que no sabía fingir del todo. En la forma en que Lorenzo miró a Charlotte había gratitud vieja, no protocolo.

No le extendió la mano de inmediato. Primero la miró de arriba abajo con una sonrisa que le nacía en los ojos, no en la boca. Como quien ve por fin a alguien de quien ha oído demasiado… y no ese “demasiado” de chisme, sino el que se pronuncia con alivio.




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