El fin de semana en casa de los Giordano tuvo esa calma luminosa que solo existe cuando un imperio decide fingir que es familia, aunque sea por un rato.
Los padres de Giulia no se metieron en medio. No eran tontos ni torpes: sabían que lo que había entre esas dos era delicado como vidrio caro, y que si lo tocaban demasiado se rompía. Así que hicieron lo que hacen los adultos inteligentes cuando quieren entender sin intervenir: observaron desde lejos.
Las vieron en la piscina temprano, cuando el sol todavía estaba bajo y el agua parecía una promesa fría. Charlotte se metió sin pensarlo demasiado, como si toda su vida hubiera sido ese tipo de desafío: entrar primero para que el mundo se acomode después. Giulia, al principio, se quedó en el borde. Luego entró también. No con miedo —ya no—, sino con esa risa tímida que últimamente le salía más fácil porque Charlotte no la dejaba esconderse en sí misma.
Las vieron comerse un postre al mediodía como si el azúcar fuera un pacto de tregua: Giulia con los dedos manchados de crema, Charlotte robándole un bocado solo para provocar, y Giulia devolviéndole el golpe con una mirada de “no te acostumbres, Queen”, que Charlotte traducía como “hazlo otra vez”.
Y los padres parecían genuinamente… contentos.
No porque creyeran estar viendo “una historia bonita” en términos domésticos. Sino porque, por primera vez en años, veían a Giulia viva sin esfuerzo. Habitualmente su hija era silenciosa, solitaria, de esas que se quedan un segundo de más mirando la ventana en vez de estar en la mesa. Charlotte la sacaba de ahí sin terapia ni discursos: la empujaba al mundo a codazos elegantes, como si fuese lo más natural del universo que Giulia ocupara espacio.
Isabella lo miró una tarde desde la galería, con una copa en la mano, murmurándole a Lorenzo algo que no hacía falta escuchar para entenderlo: gracias.
**
Casi un mes después, el edificio ya no era novedad para Charlotte. Era rutina afilada. Y la rutina, para ella, no era reposo: era terreno de caza.
Ese martes la mañana venía cargada de dossiers de infraestructura y de prensa financiera sobre consorcios portuarios en el sur. Había un paquete particular —uno pequeño, casi aburrido— sobre un acuerdo de consultoría externa para “optimizar” rutas de suministros entre dos filiales.
Charlotte lo leyó con la calma de siempre. Hasta que volvió a leer una cifra.
Y esa cifra no estaba mal por error. Estaba mal por intención.
La consultoría estaba valorada por encima de mercado de un modo grotesco, y peor: el proveedor era una empresa nueva, opaca, con dirección en un edificio fantasma de Milán. El mismo nombre aparecía, disimulado, en dos anexos legales de semanas anteriores. Pequeñas comisiones escondidas en una estructura que solo alguien que conociera bien la casa podía armar así.
Charlote no necesitó más para sentir la chispa vieja: no paranoia. Radar entrenado.
Hizo lo de siempre primero: ir a su superior inmediato.
El analista senior al que Vitale había dejado como filtro formal —el mismo de la primera vez— estaba en su cubículo con una llamada en curso, corbata apretada, aire de hombre que sueña con no parecer pequeño. Charlotte esperó a que colgara. No porque fuera paciente: porque sabía cuándo dejar caer una bomba.
Le dejó el documento encima, abierto en la página exacta.
—Esto es raro —dijo sin saludo.
Él miró rápido, sin mucha atención.
—Es consultoría. Son costos de transición.
Charlotte no parpadeó.
—No. Es sobreprecio. Y el proveedor no existe en registros públicos serios. Está conectado a un anexo previo con otra comisión. —Señaló con el dedo el margen—. Huele a alguien cobrándose algo.
El analista se incomodó. No por lo que decía, sino por quién lo decía.
—Señorita Queen, no es asunto suyo. Usted es pasante. Concéntrese en hacer lo que se le pide.
Charlotte sostuvo la mirada un segundo, lisa como mármol húmedo.
—Estoy haciendo lo que se me pide. —Pausa mínima—. Entender.
Él apretó la mandíbula.
—Entienda esto entonces: manténgase lejos de lo que no le corresponde. No haga de detective.
Charlotte no respondió. No porque no tuviera qué decir. Porque si hablaba, lo desarmaba delante de cualquiera que pasara por ahí. Y ella no hacía escándalos innecesarios.
Agarró su carpeta.
—Entendido.
Se fue. Sin tono. Sin disculpa. Con la misma calma con la que se guarda un cuchillo después de usarlo.
A las once en punto, los diez minutos sagrados llegaron como siempre.
Charlotte no entró a la oficina de Vitale con sus hojas limpias y su cara de “no te voy a hacer perder el tiempo”.
Entró con otra cosa en los ojos: foco frío.
Vitale estaba de pie, revisando un informe de pie, como si la silla fuera un lujo no merecido por el mundo. Ni levantó la vista antes de hablar.
—Si es para lo de Adria, no es prioridad hoy.
Charlotte dejó la carpeta sobre el escritorio sin pedir permiso.
—No es Adria.
Vitale alzó los ojos al instante. Eso ya era una señal.
Charlotte habló sin acusar a nadie. Sin dramatismo. Solo entregando una línea clara de hechos.
—Acuerdo de consultoría externa para rutas entre filiales. Proveedor nuevo, sin trazabilidad real. Costos inflados por encima de mercado. Y aparece el mismo nombre codificado en anexos previos. Si esto sube como está, alguien va a “optimizar” la empresa hacia su propio bolsillo.
Vitale no dijo nada. Solo tomó el documento, lo leyó con esa velocidad quirúrgica que no necesita exhibirse. Sus ojos se movieron de una cifra a otra. Se detuvieron. Volvieron atrás. Se endurecieron de un modo casi imperceptible.
Marcó un número interno.
—Traigan el expediente completo de esa consultoría. Y el historial del proveedor. Ahora.
Colgó. Miró a Charlotte.
—¿Dónde lo vio?
—En el paquete de hoy. Pero el nombre ya estaba antes. Lo rastreé en mis notas.