Cinco meses en Roma no eran una pausa. Eran un entrenamiento camuflado de ciudad bonita. Y Charlotte lo sabía desde la primera semana en que Alessandro la convirtió en sombra: cuando el “ven conmigo” dejó de sonar a tarea y empezó a sonar a acceso.
El primer día no la llevó a una sala de juntas como premio. La llevó a caminar.
Caminar fue la primera lección de Vitale: si quieres entender un negocio, mira cómo se mueven los que mandan cuando creen que nadie los está observando. La arrastró por pasillos, oficinas, patios de carga, reuniones cortas que no eran reuniones sino choques de poder, y le enseñó a ver el edificio como un organismo vivo: dónde se tensa, dónde se relaja, quién respira con miedo y quién respira con hambre.
—Antes de leer balances, lee personas —le dijo una vez, sin mirarla, como si fuera obvio.
Charlotte no dijo “sí, señor”. No necesitaba. Absorbía.
La segunda semana empezó a entender el idioma real de esa empresa familiar que no era solo familia: era un conglomerado logístico-maritimo con inversiones en puertos, navieras medianas, infraestructura portuaria del Mediterráneo y un brazo financiero que olía a Europa reformándose después de la Guerra Fría. No eran “negocios italianos”. Era una red. Una máquina antigua aprendiendo a jugar moderno.
Vitale no le explicaba todo. Le dejaba huecos a propósito.
—¿Qué falta acá? —preguntaba, tirándole un dossier a la mesa sin presentarlo.
Charlotte aprendió a no responder rápido por orgullo, sino por precisión. A admitir cuando algo no cerraba. A pedir el documento correcto en vez de improvisar teoría. Aprendió que el no sé estratégico es más valioso que el sé performático. Y que en finanzas, casi todo lo importante está en una nota al pie.
En la tercera y cuarta semana empezó la parte menos glamorosa y más formativa: llamadas.
Vitale la hizo escuchar conversaciones con bancos, con socios griegos, con aseguradoras de carga, con abogados que hablaban rápido porque su trabajo consistía en evitar que un error se hiciera público. Al principio Charlotte solo tomaba notas. Después él le preguntaba, cuando colgaban:
—¿Qué quería en realidad?
Y Charlotte, que venía de entrenarse con guerras de internado y con el poder enfermo de su padre, entendía rápido: la mitad de la conversación era teatro, y la otra mitad era amenaza envuelta en números.
En la sexta semana, Vitale dejó que ella hablara. Poco. Exacto.
No le dio el micrófono de golpe. Le dio frases. Pequeñas, duras, útiles. Un dato puntual cuando un director estaba mintiendo sin querer; una pregunta quirúrgica cuando alguien trataba de evitar un costo real; una corrección de idioma cuando un socio alemán se estaba ofendiendo por un matiz y nadie lo notaba.
Charlotte descubrió algo que le resultó casi ofensivo de lo bien que le salía: la autoridad no se hereda solo con apellido. Se fabrica con calma. Con silencio. Con discurso mínimo.
Vitale la obligó a practicarlo. Si ella hablaba de más, él la cortaba.
—No les regales tu inteligencia. Que te la pidan.
Eso, en boca de él, era una regla de vida. Y a Charlotte le encantó porque era una regla que no venía del control, venía del dominio.
La segunda mitad del segundo mes fue la etapa de los errores.
No errores catastróficos. Errores de novata que se cree muy lista. Una recomendación demasiado rápida, un detalle legal que se le escapó por haber confiado en el resumen de otro, una intuición que era buena pero estaba mal sustentada.
Vitale no le gritó nunca. Eso habría sido fácil. Le hizo algo peor: la dejó ver la consecuencia real.
—Esto cuesta dinero —decía, señalando un párrafo.
—Esto cuesta reputación.
—Esto cuesta tiempo. Y el tiempo, Queen, es lo único que no te van a devolver.
Que la llamara Queen en la oficina fue un accidente la primera vez. Después fue costumbre: una forma seca de reconocer su especie sin darle romance.
Charlotte aprendió a no tomarse el error como humillación, sino como reciclaje: lo convertía en método para no repetirlo. Era joven, sí, pero la juventud en ella no había sido nunca una excusa para ser blanda. Al contrario: era gasolina.
Al tercer mes ya tenía algo que no había tenido ni en Suiza ni en Londres: calle de negocios.
Sabía cuándo un número era maquillaje. Cuándo una sonrisa era amenaza. Cuándo un socio planteaba una duda real y cuándo solo quería que le subieran el precio sin tener que pedirlo.
Empezó a entrar a reuniones y notar que la gente dejaba de mirarla como “la pasante de Vitale” y empezaba a mirarla como variable a calcular. No porque ella buscara imponerse. Porque se imponía sola: hacía la pregunta justa, en el momento justo, sin pedir permiso, sin tono adolescente. Y eso, en mesas de adultos acostumbrados a subestimar a una chica rubia de diecinueve, era una violencia elegante.
Vitale la observaba desde el costado, casi invisible, y cuando ella clavaba el cuchillo donde debía, él asentía apenas. Eso era su aplauso.
La última semana del quinto mes fue distinta.
Ya no le daban tareas para probarla. Le daban tareas porque la necesitaban. Dossiers completos, alertas de riesgo, negociación de términos pequeños con proveedores, revisión de prensa antes de que los demás la vieran.
La dejaron ir a reuniones sola para “representar la postura preliminar”. Y ella volvió con acuerdos cerrados, con información que nadie había pedido pero que todo el mundo necesitaba, con la sonrisa mínima de quien no busca aprobación porque ya sabe que la tiene.
No se volvió suave. Se volvió clara. Más dueña de sí misma. Más precisa con su hambre. Más peligrosa sin necesidad de levantar la voz.
Había aprendido lo que Vitale era en el fondo: una forma de ingeniería emocional aplicada a negocios. Sabía entrar, leer, cortar, cerrar. Sabía perder una batalla para ganar un contrato. Sabía cuándo callar para que el otro se delatara.