Faltaban un par de noches para que Giulia volara a Oxford y Charlotte a Harvard. Dos vuelos distintos, dos futuros que sonaban enormes desde lejos, y una palabra que ninguna quería pronunciar porque tenía demasiadas aristas: despedida. Sonaba a promesa triste, a foto guardada en un cajón, a algo que empieza a volverse pasado antes de terminar de ser presente.
Así que eligieron la única manera decente de no romperse: convertirlo en fiesta.
No una fiesta grande. No una ceremonia. Una noche robada a la agenda del mundo. Una noche con el lujo específico de la juventud cuando no tiene permiso, pero igual lo toma.
Se metieron en un bar medio escondido del Trastevere, de esos que no están en guías turísticas, que no tienen letrero de neón llamando incautos, y que sobreviven por boca a boca y por costumbre de gente que sabe dónde ir cuando quiere vivir sin testigos. Las luces eran amarillas por decisión estética, no por pobreza. Las paredes tenían madera gastada y fotos viejas de una Roma que siempre ha sabido fingir decadencia mientras se ríe de ti. Olía a vino, a humo viejo, a perfume barato y a la clase de verano húmedo que te pega en la piel aunque estés bajo techo. La música era una mezcla imposible: un pop italiano que a ratos se volvía algo anglosajón medio pirata, como si el DJ también estuviera intentando aprender a ser europeo de los noventa sin pedir permiso.
Giulia llegó primero. Vestido negro simple que le quedaba como si no supiera que le quedaba bien; labios rojos solo por deporte; ninguna joya que gritara apellido porque no lo necesitaba. Se sentó en una mesa al fondo, cerca de la barra, con esa energía nueva que le había nacido en Roma post internado: seguía siendo tímida, sí, pero ya no se escondía dentro de la timidez. Miraba el lugar como si supiera exactamente por qué estaba ahí.
Charlotte entró diez minutos después, como entraba a todos lados: sin prisa y sin duda, con ese tipo de presencia que no hace ruido pero cambia el aire. Blazer claro sobre algo mínimo, los pantalones oscuros de caída limpia, el pelo rubio suelto como si el mundo no tuviera derecho a peinarla, la cara despierta sin maquillaje visible. Tenía diecinueve años y parecía llevar el tiempo a su favor. Aún así, había algo de adolescente en ella esa noche: no en debilidad, sino en la manera en que la risa le quedaba más cerca del cuerpo.
Se vieron desde lejos y sonrieron con complicidad automática. No sonrisa romántica. Sonrisa de dos personas que han sobrevivido lo mismo y que ahora están fingiendo, por un rato más, que lo que viene no da vértigo.
Charlotte se acercó a la mesa, dejó la cartera en la silla de al lado como si ese gesto también fuera un derecho natural, y se sentó sin preguntar.
—Llegas tarde —dijo Giulia con falsa severidad, empujándole una copa de vino.
—No llego tarde. —Charlotte se inclinó hacia la copa sin tocarla todavía—. Llegué a la hora exacta en la que ibas a empezar a extrañarme.
Giulia soltó una risa corta, esa risa que antes le salía pidiendo perdón y que ahora salía con dientes.
—Qué peligrosa.
—Qué observadora.
Brindaron por cosas pequeñas para no decir las grandes, porque decir las grandes era invitar al precipicio a la mesa, y esa noche no tenía espacio para tragedias elegantes.
—Por tu primer semestre en Oxford sin morir de nostalgia —dijo Charlotte, levantando la copa.
—Y por ti en Harvard sin que te expulsen por patear a un profesor en la primera semana —devolvió Giulia, chocando su copa con la suya.
Charlotte se llevó una mano al pecho, teatral.
—Jamás pateo en la primera semana. Soy elegante. Espero a la segunda.
Giulia se rió fuerte esta vez. Varios en la mesa de al lado miraron sin querer mirar. Charlotte la observó como si ese sonido fuera su canción favorita y no necesitara admitirlo.
La conversación se fue deshilachando en la misma dirección en que se deshace una noche buena: de lo útil a lo inútil, de lo urgente a lo lindo. Hablaron de Oxford como si fuera un enemigo noble al que Giulia iba a conquistar con paciencia; hablaron de Harvard como si fuera un lugar donde Charlotte iba a entrar a pelear con sonrisa de reina y un bloc de notas escondiendo cuchillos.
—Tengo la teoría de que voy a odiar a la mitad de mi clase —dijo Charlotte, girando el vino en la copa sin beberlo mucho.
—Solo a la mitad —bromeó Giulia—. Estás madurando.
—Estoy aprendiendo a ahorrar energía. Vitale me enseñó que odiar cuesta capital.
Giulia la miró de reojo, divertida.
—Así que vienes con manual de tiburón.
—Y tú vienes con manual de constelaciones —le devolvió Charlotte—. No sé cuál es más peligroso.
Giulia parpadeó, sorprendida un segundo por la frase, y luego negó con la cabeza, riéndose como si la hubieran pillado existiendo.
—Eres insoportable.
—Gracias.
—No era un cumplido.
—Igual lo acepto.
La segunda copa se volvió tercera sin que lo nombraran. La música subió un poco. El bar se llenó más. Afuera se oían Vespas y voces arrastradas por el calor. Dentro, los cuerpos empezaron a moverse con esa lógica sin explicación de las noches romanas: nadie se invita. Todos terminan bailando porque el aire te empuja.
Charlotte se levantó sin pedir permiso, le tendió la mano como si fuera algo obvio, y Giulia la tomó con ese instinto nuevo de no temer a lo que desea.
La pista era una esquina improvisada de madera gastada. No había glamour. Había calor, cuerpos, un bajo insistente que te lo ordenaba todo por dentro.
Bailaron.
No pegadas como en escena romántica. Pegadas como en idioma propio. Caderas que se buscaban con insolencia, manos que no preguntaban porque ya conocían el mapa, risas que se mezclaban con la música y con el alcohol barato y con la certeza de estar vivas justo ahí.
Se coqueteaban sin tregua: un roce que era desafío, una mirada que era “te vi”, un empujón suave que era “no te me pongas sentimental”.