La mañana les cayó encima sin ceremonia, con esa luz romana que no sabe de pudor y entra igual, descarada, como si tuviera derecho sobre las cosas vivas. No hubo necesidad de ponerle nombre a lo que habían hecho antes de abrir los ojos. Bastaba con la calma rara en la piel, con la respiración todavía desacomodada, con la certeza de que el cuerpo había dicho todo lo que la boca todavía no se atrevía a ordenar.
Charlotte estaba despierta primero. No por costumbre de internado ni por disciplina heredada, sino porque en noches así le costaba quedarse quieta en el borde de algo que sabía que se estaba terminando. Se apoyó contra el marco de la puerta del baño, brazos cruzados, el pelo rubio desordenado de la manera exacta en la que el desorden todavía es soberanía.
Giulia se metió bajo el agua con esa naturalidad nueva que Roma le había crecido encima: sin esconderse, sin encogerse, sin pedir disculpas por ocupar espacio. El vapor empezó a llenar el cuarto, a dibujar el espejo con niebla, a volverlo todo más blando de lo que Charlotte solía tolerar. Y, aun así, se quedó ahí mirando.
No como voyeur barata. Como quien estudia algo que sabe que va a extrañar sin querer admitirlo.
Giulia giró la cabeza un poco, sintiendo la mirada desde el otro lado de la cortina. No se tapó. No se volvió hacia la pared. Sonrió.
—¿Te vas a quedar ahí todo el día? —preguntó, voz amortiguada por el agua.
Charlotte ladeó la cabeza, peligrosamente cómoda.
—Estoy supervisando. No vaya a ser que alguien te robe con los ojos lo que es territorio romano privado.
Giulia soltó una risa húmeda, baja.
—¿Territorio?
—Sí. —Charlotte apoyó un hombro en la puerta—. Cuidado, italiana. No voy a permitir que nadie más te mire como yo te miro. Sería mala gestión de activos.
Giulia arqueó una ceja, divertida incluso con el agua corriéndole por la cara.
—¿Eso es amenaza?
—Es una política interna —respondió Charlotte, sin perder la calma.
Giulia se acercó a la puerta de vidrio empañada, como si quisiera provocar por deporte, y asomó la cara lo justo para que Charlotte viera la sonrisa.
—Entonces, es una promesa. —dijo, suave, sin dramatismo
Charlotte la sostuvo con la mirada un segundo más de lo necesario. Se le formó esa sonrisa mínima, torcida, que siempre era señal de “ya gané algo”.
—Bien —murmuró, y se fue antes de que el gesto se le volviera demasiado visible.
Desayunaron juntas sin apuro, como si el mundo no tuviera agenda. Pan tostado, fruta, café fuerte. La cocina del loft olía a costumbre recién inventada. Hablaron de cosas chicas porque las grandes podían romperse si las tocabas mal: una clase en Oxford que Giulia esperaba odiar, una profesora de Harvard que Charlotte ya había decidido que iba a desafiar, un bar al que “algún día” volverían aunque ninguna dijera la palabra “algún día”.
El reloj avanzó igual. El mediodía llegó sin pedir permiso.
Charlotte acompañó a Giulia a la puerta. Giulia llevaba una maleta que parecía demasiado pequeña para cinco meses de vida, pero así eran las despedidas de gente que no dramatiza: van ligeras, como si el peso fuera un gesto que prefieren no regalarle al futuro.
Se quedaron frente a frente un segundo, sin buscar palabras.
Giulia levantó los ojos, y tenían esa humedad terca de quien no quiere llorar porque no es el idioma, pero el cuerpo insiste. Charlotte no le dio espacio a la escena. No porque fuera cruel: porque sabía que si se abría la grieta, el día se les caía encima.
No hubo beso.
No hubo “te voy a extrañar”.
Solo un abrazo.
Largo. Caluroso. Apretado con esa fuerza que no es desesperación sino reconocimiento. El tipo de abrazo que dura más de lo socialmente correcto porque no le importa lo socialmente correcto.
Giulia le hundió la cara un segundo en el hombro. Charlotte la sostuvo como si esa fuera la única manera decente de decir “te quedas”. Ninguna habló. Ninguna tenía que hablar.
Cuando se separaron, Giulia le dio una última mirada que no cabía en la garganta y se fue.
Charlotte se quedó viendo la puerta cerrarse con un silencio limpio. No de vacío. De tablero que se repliega.
Giulia estaría fuera de Italia en veinticuatro horas. Oxford la esperaba. El mundo la esperaba. Y Charlotte… Charlotte sintió que el aire del loft se volvía menos suyo de golpe, como si Roma hubiera decidido recordarle que los campamentos elegantes también se levantan.
Se quedó quieta un minuto más. Luego hizo lo que siempre hacía cuando una emoción amenazaba con convertirse en cosa blanda: la convirtió en acción.
Buscó el celular.
Marcó el único número que existía ahí.
Respondieron rápido, sin saludo, como si Richard estuviera esperándola desde el primer día.
—¿Ya te cansaste? —La voz de él llegó con esa calma de decreto.
Charlotte sonrió bajito, sin humor y sin rabia. Solo con decisión.
—Ya estoy lista para volver.
Hubo un silencio corto al otro lado. No sorpresa. No alivio. Solo la pieza encajando en el tablero de Richard.
—Tendrás un tiquete en el siguiente vuelo a Suiza —dijo él. —Y en dos días, uno directo a Massachusetts.
Charlotte cerró los ojos un segundo, no para resignarse: para acomodar el mundo dentro del pecho.
—Perfecto.
Colgó antes de que él pudiera decir algo más. Dejó el teléfono sobre la mesa como quien deja una firma.
Roma había terminado.
No como derrota. Como entrenamiento.
Y ella se iba con lo único que importaba: hambre afilada, cabeza propia… y el recuerdo exacto del abrazo que no se dijo nada, pero lo dijo todo.