El avión tocó pista en Zúrich con una suavidad insultante, de esas que te hacen pensar que incluso el aterrizaje te está cuidando el apellido. Charlotte no miró por la ventanilla con nostalgia. Miró con cálculo. Suiza volvía a oler a orden, a vidrio limpio, a reglas que se obedecen porque sí. Y aunque a ella las reglas le daban urticaria, había una parte de su cuerpo que entendía ese idioma como lengua materna.
Apenas bajó, el chofer ya estaba esperando en la pista. No en la terminal, no entre maletas y turistas, sino ahí, como si el aeropuerto entero fuera parte de una casa privada. Traje oscuro, guantes, la puerta trasera del Mercedes abierta antes de que ella hubiera terminado de ajustar el abrigo.
Charlotte entró sin decir gracias. El gesto de subir era suficiente. El chofer arrancó con esa discreción profesional que no hace preguntas porque sabe quién paga por el silencio.
El trayecto hasta la nueva casa fue tan suizo como el aire: carreteras sin baches, árboles en fila, lagos quietos que parecían decorado. Charlotte iba apoyada contra la ventana, con la expresión de quien vuelve a un sitio conocido pero sólo para comprobar cómo cambió.
Cuando el portón se abrió, la respuesta estuvo ahí.
La casa no era una casa, era una declaración. De revista. Piedra clara, líneas impecables, ventanales enormes con vista al lago, jardines que parecían diseñados por alguien que odia el azar. Parecía una propiedad que había nacido con un contrato sobre la mesa.
Charlotte bajó del coche sin prisa, miró la fachada como si estuviera evaluando un activo, y entró con la misma naturalidad con la que había entrado en el edificio de Giulia la primera vez: sin permiso y sin duda.
Evelyn apareció casi de inmediato, impecable como siempre, más fría que el mármol del suelo, pero con una alegría real escondida en el modo en que se le ablandaron los hombros.
Charlotte ni siquiera le dio tiempo a decir “bienvenida”.
—Veo que los negocios van de maravilla —soltó, mirando alrededor con una sonrisa torcida—. ¿O esto es una compra emocional para distraerme?
Evelyn cerró los ojos un segundo, resignada y divertida a la vez, como quien se entrena toda la vida para no reaccionar demasiado ante su propia hija.
—Charlotte —dijo, acercándose a darle un abrazo breve pero sincero—. Necesito que me cuentes tus aventuras. Todas. Sin las versiones resumidas que le das a tu padre.
Charlotte se dejó abrazar como quien tolera un gesto que no le cuesta nada. No dijo sí. No dijo no. Se limitó a mirarla con esa ironía suave que en ella era parecido a un “está bien”.
Richard, en cambio, ni se acercó. Apareció en el umbral del pasillo que llevaba al estudio como si ese pasillo fuera territorio diplomático.
—Te espero abajo —dijo, sin saludo, sin ternura performática. La frase sonó más a cita que a reencuentro. Y se fue.
Charlotte lo siguió con los ojos una fracción, ya acostumbrada a que con él las emociones se tramiten por agenda.
Evelyn la condujo escaleras arriba.
—Te preparamos tu habitación —dijo, como si estuviera anunciando un cuarto de hotel.
La habitación era exactamente lo que Evelyn había dicho: preparada. Cama grande, ropa de cama blanca sin alma. Escritorio nuevo, una computadora de las buenas, una lámpara con luz perfecta para estudiar. Un sillón sobrio. Armario amplio. Nada personal. Nada que dijera “hija”, todo diciendo “proyecto bien alojado”.
Charlotte dejó el abrigo sobre el respaldo del sillón con una calma casi amable.
—Qué acogedor —murmuró, sin veneno real, solo constatación.
Evelyn no se ofendió. Solo la miró con esa mezcla de culpa antigua y orgullo actual que a veces se le filtraba a pesar del control.
—Sé que vas a estar poco tiempo. Pero quería que tuvieras lo necesario.
Charlotte le sostuvo la mirada.
—Lo necesario siempre lo tengo conmigo.
Evelyn sonrió apenas, porque entendía el idioma detrás de la frase.
Le indicó dónde quedaba el estudio y bajaron en silencio. A mitad de la escalera, Evelyn se detuvo un segundo como si fuera a decir algo más cálido, más madre. No lo hizo. Igual le rozó la mano a Charlotte al pasar. Un gesto mínimo de “te extrañé” sin decirlo.
Charlotte lo dejó pasar. No por debilidad, sino porque también sabía leer.
El estudio estaba al fondo, separado del resto de la casa como un bunker elegante. Cuando Charlotte entró, encontró a Richard sentado detrás de un escritorio gigantesco de madera oscura, sin saco, con la camisa arremangada y lentes puestos. El tipo de imagen que aparecía en recortes de periódico cuando querían recordarle al mundo que el poder también se sienta a firmar.
Richard alzó la vista solo lo justo para comprobar que era ella.
Le señaló la silla frente a él.
Charlotte no obedeció. Se quedó de pie, tranquila, con y la espalda recta.
Richard no comentó el gesto. Simplemente empezó a poner cosas sobre el escritorio una a una, como si estuviera armando una exhibición:
primero, una chequera nueva.
luego, dos tarjetas de crédito negras, brillando de control renovado.
después, una dirección escrita en una hoja impecable.
y por último, una carpeta gruesa, de pie, con letras claras: HARVARD.
Charlotte fue directo a esa carpeta como si todo lo demás fuera utilería.
Richard la tocó con dos dedos, sin entregársela todavía.
—Ya escogí tus clases.
Charlotte no pestañeó.
—¿Ah, sí?
Richard abrió la carpeta con una calma de quien cree que está cerrando un asunto administrativo. Ella alcanzó a ver el plan de estudios, el itinerario, los nombres de profesores. La palabra clave estaba subrayada: Derecho.
Eso sí la hizo sentarse.
No por obediencia, sino porque el juego había subido de nivel y valía la pena la silla.
Se cruzó de piernas, apoyó el codo en el brazo del asiento y dejó que la sonrisa se le acomodara en la cara como un cuchillo bonito.