Cuatro semestres después, Harvard ya no era un lugar al que Charlotte pertenecía: era un lugar que ella empezaba a parecer. No por imitación, sino por convergencia. Estaba a mitad de Derecho y a mitad de Economía según los papeles; en la práctica, iba más adelante que eso, porque Charlotte no caminaba en currículos: caminaba en terreno.
Su hambre no había menguado. Se había refinado.
Ya no era solo la voracidad de aprender para ganar una discusión o no deberle nada a nadie. Era otra clase de hambre, más peligrosa porque tenía dirección. Quería entender no solo cómo funcionan los sistemas, sino cómo se doblan sin romperse del todo. Cómo se negocia la paz antes de que llegue la guerra. Cómo se arma una ventaja sin que parezca agresión. Y por eso había entrado al grupo de Relaciones Internacionales apenas comenzó el año: una mesa de gente brillante y obsesiva donde los debates no eran ejercicios de aula, sino simulacros de futuro.
Ahí, entre mapas, memorandos, crisis inventadas para aprender a anticipar las reales, Charlotte empezó a lucirse con una facilidad casi ofensiva. Sabía leer el tablero geopolítico como si fuera extensión de la misma lógica que había aprendido con Vitale: la mitad de todo es teatro, la otra mitad es amenaza con números. Hacía preguntas que incomodaban por exactas. Desarmaba consensos flojos sin necesidad de alzar la voz. Y cuando alguien intentaba reducirla a “la chica Queen”, ella contestaba con la clase de precisión que deja cicatriz intelectual.
El grupo la quería en sus equipos, aunque a nadie se le escapaba que Charlotte no “se unía” a un equipo: lo convertía en herramienta.
Ese semestre, por primera vez desde que había llegado a Massachusetts, decidió no volver a Suiza en vacaciones. No fue rebeldía teatral. Fue logística emocional. Tenía demasiado entre manos: lecturas pendientes, un proyecto de simulación diplomática, un ensayo de teoría económica que quería convertir en algo más grande que una nota. Y, sobre todo, la rara tranquilidad de estar donde tenía que estar. Suiza, con todas sus chimeneas caras y sus silencios correctos, podía esperar.
Su vida se había vuelto un circuito casi perfecto de exigencia. De un libro de Economía a uno de Derecho. De una clase donde discutía cláusulas a otra donde trituraba modelos. De la biblioteca a un seminario nocturno. De un grupo de estudio a un debate que terminaba en otro debate. Había semanas en las que dormía poco, comía menos, y aun así se sentía despierta de una manera que no le había pasado ni siquiera en Roma.
Tampoco era una santa.
Había chicos alrededor, por supuesto; Harvard estaba lleno de hombres que se creían capaces de domar lo indomable si venía con cara bonita y apellido famoso. Algunos eran suficientemente inteligentes para entender que con Charlotte no se “conquista”, se sobrevive. Otros no. Ella los dejaba acercarse a veces con una frialdad casi amable, la clase de frialdad calculada que usa alguien que no quiere complicarse con sentimientos mientras construye un imperio interno.
Los usó un par de veces. No por crueldad. Por descanso biológico. Cuerpo en pausa, mente en guerra. Nada que se quedara. Nada que la tocara donde importaba.
Eso había sido lo más parecido a vida personal en dos años.
Giulia, en cambio, nunca había aceptado la distancia como sentencia. No la dejaba pasar. Su llamada mensual se había vuelto rito, aunque ninguna la llamara así. Un pedazo de Trastevere portátil, una columna de aire italiano en mitad del calendario americano de Charlotte.
Ese sábado por la tarde, Charlotte estaba en el apartamento con el pelo recogido sin cuidado, un libro abierto sobre la mesa, el portátil lleno de apuntes y un vaso de café que ya se había enfriado hacía media hora. Llevaba un pantalón de vestir ancho gris, bajo a la cadera, de tela suave pero caída impecable, y un suéter blanco simple, limpio, sin logos, sin intención de impresionar a nadie. Era lo más sencillo que se permitía sin dejar de ser ella: cómoda, sí, pero nunca desarmada. Aun así, había algo suyo en la forma en que la ropa le quedaba como uniforme de estudio y no como descanso: incluso cuando estaba sola, Charlotte no se rendía al desorden.
Cuando la videollamada entró, contestó sin dramatismo.
La imagen de Giulia apareció con la peor calidad posible, como siempre: un cuarto de Oxford con luz gris de Inglaterra, una ventana empañada de fondo, la cara de Giulia encendida de hambre de contar algo.
—Queen —dijo con esa sonrisa que siempre le parecía un delito suave.
—Italiana —respondió Charlotte, y esa sola palabra ya era otra temperatura.
Hablaron de lo de siempre al principio: exámenes, profesores odiosos, compañeros intensos, noticias tontas que Giulia contaba como si fueran tragedias y que Charlotte escuchaba como si fueran música. Giulia le enseñó un libro que estaba odiando y otro que estaba amando. Charlotte le habló de una discusión en el grupo de Relaciones Internacionales que casi termina a gritos elegantes y que a ella le había resultado divertida.
Todo normal.
Hasta que Giulia, sin aviso, bajó la cámara un poco y levantó algo frente a la pantalla.
Era un tiquete. Apenas visible, porque la calidad era mala y Giulia no era buena con tecnología. Pero se leía lo suficiente.
Destino: Massachusetts.
Fecha: el siguiente fin de semana.
Giulia lo agitó como bandera de victoria y gritó, feliz:
—¡Sorpresa!
Charlotte se quedó sin palabras.
Odiaba las sorpresas. Las odiaba de forma casi doctrinaria. Porque una sorpresa es una pérdida momentánea de control, y el control era uno de sus músculos más antiguos. Por reflejo, la cara se le endureció un segundo, como si fuera a levantar un muro automático.
Pero el muro no subió.
Habían pasado dos años desde la última vez. Dos años desde Roma. Desde Vitale. Desde la última noche en que el cuerpo le había importado tanto como la mente. Desde la última vez que había estado al lado de alguien por quien sentía algo, aunque todavía no supiera cómo llamarlo sin que se le volviera débil.