Charlotte estacionó el Range Rover frente a la terminal como si el asfalto hubiera sido suyo desde antes de que Cambridge existiera. El coche quedó ahí, largo, cuadrado, sobrio, con esa elegancia vieja que no intenta ser simpática. Una elección de Richard —obvio— y, sin quererlo, también una extensión exacta de ella: presencia sin disculpas.
Esperó con el motor apagado, un pie apoyado en el freno invisible de la paciencia. No fumaba, no miraba el reloj, no hacía ese gesto blando de quien se emociona temprano. Solo observaba la puerta automática del aeropuerto con la misma calma con la que una general espera que entre el refuerzo.
Y entonces apareció.
Giulia salió entre la gente como si la multitud fuera un decorado funcional. Elegante hasta para respirar. Lentes oscuros enormes, gabardina beige sobre los hombros a medio caer —no porque no se la supiera poner, sino porque sabía exactamente lo que provocaba cuando se la dejaba así—, cabello suelto, brillante, con esa onda que nunca se decide si es desorden o cálculo. Caminaba con un aplomo distinto al de Roma: menos niña que vuelve a casa, más mujer que llega a territorio ajeno sin pedir permiso. Y aun así, el brillo en los ojos seguía siendo el suyo, intacto, como una especie de pecado doméstico.
Charlotte sonrió antes de darse cuenta. No una sonrisa abierta, no. Una de esas sonrisas torcidas que en ella siempre quieren decir “te vi” y “no te creas tanto” al mismo tiempo.
Bajó del coche sin prisa. Cerró la puerta con un golpe suave, como quien le pone punto final a una frase. Se detuvo frente a Giulia, a dos pasos exactos, y la miró con descaro sereno.
Giulia, apenas la vio, se quitó los lentes con un gesto fluido, como sacándose una máscara elegante. Sus ojos aparecieron encendidos, vivos, casi insolentes de felicidad.
—Queen —dijo con una sonrisa amplia y luminosa, la clase de sonrisa que no ha tenido que pedir permiso para existir en dos años.
Charlotte hizo lo que hacía siempre cuando el corazón le asomaba demasiado: lo convirtió en teatro.
Se inclinó un poco, simuló besarle las mejillas como si tuviera que seguir el protocolo de una ciudad que no era suya y, sin dar espacio al comentario, le abrió la puerta del copiloto.
—Sube.
Giulia soltó una risa corta, obedeció igual, y el cuero del asiento la recibió con ese olor a coche caro recién domado. Charlotte rodeó el capó, entró al volante y arrancó con una suavidad que parecía control posado encima de músculo.
Salieron del aeropuerto y el paisaje empezó a volverse Boston-Cambridge: árboles desnudos, ladrillo serio, esa especie de orden universitario que te mira como si fuera una regla moral. El coche avanzaba como un tanque elegante entre calles hechas para bicicletas, y a Charlotte eso le parecía una ironía práctica que nunca iba a admitir que le gustaba.
Giulia la miró unos segundos en silencio. No la observaba como turista; la leía como siempre había sabido leerla.
—¿En serio así me piensas saludar después de tanto? —soltó al fin, con esa voz de broma que esconde un reclamo mínimo.
Charlotte torció la sonrisa sin mirarla. Los ojos al frente, las manos firmes sobre el volante, la mandíbula con esa línea controlada que decía “no me molestes donde duele”.
—Las demostraciones de afecto en público no son lo mío —respondió seca, implacable y honesta—. Eso sigue sin cambiar.
Giulia cruzó las piernas en el asiento del copiloto. Ese gesto, mínimo e insolente, era una declaración sin palabras: sigo siendo yo, pero ahora sé más cosas.
—Qué pena —murmuró con una sonrisita que parecía traviesa y, debajo, tenía otra temperatura—. Porque yo sí te eché de menos.
Charlotte no soltó el volante ni un milímetro. Solo dejó escapar una risa breve por la nariz, como si la frase hubiera sido un reporte de clima que no le iba a afectar.
—Oxford te está volviendo melodramática.
—Oxford me está volviendo honesta —corrigió Giulia, mirando por la ventana un segundo y volviendo a ella—. Es peor.
Charlotte no contestó. La falta de contestación en ella era siempre un idioma: el de “te escuché” sin regalarte poder.
Llegaron al edificio de Charlotte cuando el sol ya estaba en ese punto de tarde que en Massachusetts parece cuchillo tibio. Entraron al lobby silencioso, subieron sin decir mucho —porque hay silencios que son costumbre vieja— y, cuando Charlotte cerró la puerta del apartamento, el aire cambió de golpe.
Giulia se quitó la gabardina como si se desprendiera de un papel social, la dejó sobre una silla sin cuidado, y las dos se abrazaron.
No fue un abrazo teatral. Fue uno de esos que te aprietan donde el cuerpo recuerda, donde los meses se acumularon sin permiso. Giulia le rodeó el torso con fuerza y Charlotte la sostuvo con esa firmeza que no es ternura: es defensa de algo que no quiere perder.
En medio del abrazo, Giulia soltó, riéndose contra el hombro de Charlotte:
—Nunca me percaté de lo difícil que es abrazar a alguien tan bajo.
Charlotte se separó medio paso y la fulminó con la mirada.
Un rayo descontrolado. Puro “no te pases” con corona.
Giulia ni se inmutó. Sonrió más. Como si las balas le hicieran cosquillas.
Caminó directo al sofá del estar, se sentó cruzando las piernas con una elegancia relajada, y Charlotte la miró sin que se le notara demasiado el detalle que estaba leyendo detrás del gesto: Giulia no era la misma de Roma. Era más estilizada, sí, pero sobre todo más segura, más dueña de su espacio. La timidez seguía ahí, apenas, como un perfume lejano, pero ya no la gobernaba. Oxford le había puesto columna vertebral a cosas que Roma solo había despertado.
Giulia miró alrededor, absorbiendo el apartamento con esa mezcla de inteligencia y burla que le quedaba tan bien.
—Qué bonito lugar para ser un regalo del enemigo —comentó, señalando con la barbilla el ventanal absurdo, el orden caro, la neutralidad sin alma.