Charlotte

Capítulo 33. — Dos años caben en una copa.

El restaurante estaba en una calle tranquila, de esas que Boston reserva para los que no necesitan anunciar su dinero. Ladrillo oscuro, ventanas amplias, luz cálida hacia adentro como un secreto bien administrado. Charlotte ya había reservado; no por ansiedad, sino por reflejo: si vas a ver a Giulia después de dos años, no improvisas. El control también es una forma de afecto en su idioma.

Llegaron caminando desde el edificio, ambas con esa elegancia que no se ensaya porque es un hábito. Charlotte llevaba un abrigo oscuro y líneas limpias; Giulia, una gabardina sobre los hombros y esos lentes que usaba como armadura estética. Entraron como si el lugar les perteneciera solo por saber cruzar una puerta.

La anfitriona las reconoció apenas Charlotte dijo su nombre. No fue reverencia exagerada; fue esa eficiencia educada que solo existe cuando alguien importante decidió cuidar el detalle.

—Señorita Queen, por aquí, por favor.

Las guiaron entre mesas con manteles claros, vajilla silenciosa, murmullos discretos. Charlotte caminó sin mirar demasiado alrededor: no necesitaba comprobar nada. Giulia, en cambio, tenía esa curiosidad viva de quien mira los sitios como si fueran escenas a coleccionar.

La mesa era íntima sin ser escondida: una esquina con vista parcial a la calle, velas bajas, cristal que brillaba sin intentar seducir.

Charlotte se sentó primero, por costumbre. Giulia lo hizo enfrente, cruzando las piernas con naturalidad nueva, como si esos dos años no solo le hubieran enseñado medicina sino también presencia.

Charlotte abrió la carta apenas un segundo. No porque dudara, sino porque sabía que leer rápido también es un gesto de poder. Luego levantó la mirada.

—Una botella de Barolo —le dijo al mesero con la misma calma con la que otros piden agua.

Giulia sonrió de inmediato, apoyando el codo en la mesa.

—Qué responsable. Ahora sí podemos beber legalmente juntas. La última vez que nos vimos… no tanto.

Charlotte dejó que la comisura se le torciera.

—Roma era un país más tolerante con el talento juvenil.

—O con tu cara de “nadie me regula”. —Giulia se rió suave.

Cuando el vino llegó, el mesero lo sirvió con ceremonia mínima. Giulia levantó la copa apenas, discreta, pero con ese brillo juguetón que siempre venía envuelto en sinceridad.

—Por estar aquí —dijo—. Por volver a vernos después de dos años intensos. Y porque ninguna se mató en el camino.

Charlotte no respondió con frase. Respondió como respondía a las cosas que sí importaban y no eran negociables: alzó su copa, chocó la de Giulia con elegancia exacta y dejó que la sonrisa torcida hiciera el resto.

Bebieron.

El vino cayó despacio, cálido, como si también supiera que esa mesa era más que una cena.

Hablaron de sus carreras sin rodeos.

Charlotte no titubeó. Hablaba de Derecho y Economía como si fueran dos armas distintas que aprendía a usar con la misma mano. Contó sobre sus clases, sobre los seminarios en Relaciones Internacionales, sobre la manera en que Harvard no la intimidaba sino que le daba hambre. No hablaba como una estudiante enamorada de la teoría. Hablaba como alguien que ya veía su futuro como tablero real.

—Estoy aprendiendo el mapa completo —dijo, sin grandilocuencia—. Cuando vuelva al reino de Richard, quiero gobernarlo con mis reglas, no con las de él.

Giulia la miró con una mezcla de admiración y un orgullo que se le notaba en la boca antes de esconderlo.

—Eso siempre estuvo escrito en ti.

—No. Estaba escrito en él. Yo solo aprendí a reescribirlo.

Giulia rió bajito, como si esa frase le quedara perfecta.

Luego le tocó a ella.

Giulia habló de Oxford con esa energía luminosa que no necesitaba permiso. De la medicina como una vocación que le había crecido dentro desde antes del internado. De noches largas en biblioteca, de prácticas clínicas, de hambre distinta.

—Quiero pediatría —dijo sin dudar—. Quiero quedarme con los niños. Los que llegan con miedo, los que no tienen a nadie que traduzca su dolor. Si puedo ser ese lugar seguro para ellos… ya gané.

Charlotte se quedó escuchándola como si estuviera oyendo un idioma que aún no hablaba pero le fascinaba entender. No era que no hubiera oído gente noble antes; era que Giulia hablaba de eso sin moralina, sin pose, sin necesidad de parecer buena. Era simplemente… ella. Generosa como reflejo, no como performance.

Y en medio de esa cena, mientras Giulia hablaba de sueños que no pedían permiso al mundo, Charlotte sintió algo extraño asentarse por dentro. Una certeza tranquila que no quería nombrar.

Porque Giulia era todo lo que a ella le faltaba y, aun así, no le sobraba para nada. Donde Charlotte era filo, Giulia era mano abierta. Donde Charlotte calculaba, Giulia cuidaba. No como oposición, sino como complemento exacto. Algo que funciona porque es distinto.

Charlotte no dijo nada. No iba a ponerle palabras a eso en medio del vino. Solo la miró un segundo más de lo normal, disfrutando verla hablar así… recordando sin querer la otra Giulia, la de Suiza, la de caída libre. Se alegró de que esa versión estuviera lejos.

Para cuando terminaron el postre, el aire entre ellas era otra cosa: menos memoria, más presente. No había nostalgia triste. Había una felicidad peligrosa de reencontrarse como nuevas versiones de sí mismas sin dejar de ser las mismas.

Salieron del restaurante y caminaron sin prisa hacia Louisburg Square. El barrio estaba sereno, con luces suaves, casas antiguas que parecían observar sin juzgar. Los tacones de ambas resonaban sobre la piedra como un metrónomo elegante.

Giulia hablaba mucho. Feliz. Brillante. Sus manos se movían más de lo que se movían en Suiza; su risa salía más fácil. Charlotte la escuchaba con atención silenciosa, con ese placer práctico de ver a alguien florecer donde antes había visto frío.

Encontraron una terraza pequeña, mesas redondas, música saliendo del interior como un abrazo sin drama. Se sentaron afuera. Pidieron cervezas artesanales —Giulia eligió una ámbar con nombres impronunciables; Charlotte una negra solo porque le gustaba la ironía.




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