La mañana siguiente llegó con una ligereza impropia en las dos.
No porque el mundo hubiera dejado de ser serio —Harvard seguía siendo Harvard incluso en vacaciones— sino porque a veces el cuerpo amanece con una especie de tregua privada, como si hubiera dormido en una frontera donde no entran los reglamentos. Charlotte se despertó antes que el reloj, con la cabeza limpia, los músculos obedientes, la respiración en su sitio. Estaba en control absoluto de mente y cuerpo. Y sabía que buena parte de esa precisión tenía algo que ver con la visita de Giulia.
Claro que jamás lo habría admitido.
Lo suyo era otra religión: no le das a nadie la satisfacción de saber que te mejora.
Se vistió con esa economía elegante que ella llamaba “casual” y que el resto del mundo llamaría amenaza bonita: vaqueros altos, ajustados a la cadera como una decisión de guerra limpia; tacones oscuros que sonaban sobre el parquet del apartamento como si la mañana tuviera que respetarla; camisa de lino clara, botones apenas cerrados, lo suficiente para que el aire metiera la nariz pero no las intenciones. El pelo suelto sin peinar del todo, como si el desorden también fuera un lujo permitido.
Giulia la observó desde la puerta del cuarto con una sonrisa que no intentaba ocultarse. Tenía el cabello todavía húmedo, un abrigo claro sobre los hombros y esa cara luminosa de quien lleva horas en una ciudad ajena pero consigue sentirse en casa simplemente porque Charlotte está ahí.
—Según tú, esto es “sencillo”, ¿no? —dijo Giulia, divertida.
Charlotte revisó el reloj como si fuera una cosa urgente.
—Estoy vestida para pensar, no para impresionar.
Giulia dejó escapar una risa baja, encantada igual.
—Ajá.
Salieron juntas del edificio, cruzaron Cambridge con el aire fresco de vacaciones, y el campus las recibió casi vacío, como si toda la universidad hubiera exhalado para descansar un segundo. Había estudiantes sueltos, alguno corriendo con termos de café, árboles quietos, bancos de ladrillo calientes por el sol. El silencio no era abandono; era pausa entre mareas. A Charlotte le gustaba porque volvía todo más nítido.
Caminaron hacia la reunión del grupo de Relaciones Internacionales sin apuro. Charlotte iba con esa velocidad interna que tiene cuando sabe que va a entrar a un tablero que le pertenece. Giulia, en cambio, caminaba mirando edificios antiguos, placas, librerías cerradas, como si coleccionara escenas para contárselas a alguien después.
El salón donde se reunían estaba en uno de esos edificios de ladrillo serio que parecen haber nacido para discutir el destino del mundo. Adentro olía a papel viejo, a tiza reciente, a café de máquina. Un profesor joven ya organizaba folios sobre la mesa central y los pocos miembros del grupo hablaban en voz baja, como si el hecho de estar ahí en vacaciones les diera una extraña sensación de conspiración.
Giulia se sentó al fondo, cerca de la puerta, a un par de sillas del extremo. No por timidez —esa versión de ella había quedado lejos— sino por reflejo clínico: observar primero, leer el ambiente, no interrumpir el funcionamiento de un lugar ajeno. Se cruzó de piernas, apoyó los codos sobre los reposabrazos y se preparó para mirar.
Charlotte no se quedó atrás.
Entró como si el espacio tuviera su nombre escrito en algún sitio invisible. Saludó con un gesto mínimo y fue directo al frente, al centro, donde ocurría la discusión. Se sentó primero, escuchó dos minutos como quien limpie el filo antes de usarlo, y apenas abrieron el tema del día —una comparación entre políticas de infraestructura portuaria y el reordenamiento comercial post bloque soviético— se encendió.
No era una estudiante “brillante” en el sentido amable.
Era una fuerza.
Hablaba con números que aparecían de pronto como piezas que alguien hubiera estado esperando hace horas: cifras de rutas marítimas, porcentajes de inversión estatal vs privada, riesgos regulatorios que nadie en la sala había contemplado todavía. Su información no era recitada; era tejido vivo, hilado al vuelo. Cada minuto añadía otra capa. Cada intervención pulverizaba una objeción sin necesidad de levantar la voz.
A ratos debatía con un chico alto de economía política que se había convertido en su némesis favorita. Se enfrentaban sin odio, con ese placer intelectual que solo se da cuando dos mentes se respetan lo suficiente para intentar destruirse con elegancia.
—Tu premisa ignora un factor de fricción logístico —dijo Charlotte en algún punto, firme, casi tranquila.
—¿Cuál? —replicó él, con la misma calma desafiante.
Charlotte ladeó la cabeza, como si la respuesta fuera un gesto obvio.
—La variable humana. Las rutas no se reordenan por líneas en un mapa sino por quién compra el mapa. Y quién lo defiende.
Un silencio breve, luego murmullos, luego una mano levantándose para seguirla. Una cadena de ideas que terminó orbitando alrededor de ella sin que nadie lo decidiera formalmente.
Giulia la miraba desde atrás sin parpadear casi. No era sorpresa infantil. Era otra cosa más vieja, más íntima: la certeza de que Charlotte había nacido para eso, para encender salas con la misma naturalidad con la que otros encienden un fósforo. Y la alegría limpia de verla brillar donde siempre tenía derecho a brillar.
Cuando la sesión cerró, hubo aplausos suaves, comentarios rápidos, gente guardando papeles con prisa inútil. Charlotte recogió sus notas sin ceremonia. No tenía cara de victoria; tenía cara de normalidad. Como quien no se luce: se confirma.
Salió del salón y Giulia ya la esperaba en el pasillo, con una sonrisa amplia y un brillo en los ojos que no pedía permiso.
—Mierda, Queen —dijo, sin filtro elegante—. Todavía no entiendo cómo tu cerebro hace eso.
Charlotte se ajustó la camisa como si el aire estuviera frío.
—Soy eficiente.
—No. Eres peligrosa. —Giulia le agarró el brazo para arrastrarla hacia afuera—. Ven. Quiero ver más del campus antes de que vuelvas a escondértelo todo.