Los días siguientes tuvieron esa clase de ligereza que se parece a un permiso. Harvard seguía ahí, imponente y hambrienta, pero Charlotte decidió —sin decirlo en voz alta, como todo lo que decide en serio— que unas vacaciones no eran una traición a su plan. Eran táctica. Así que soltó un poco los libros, dejó que las horas se estiraran, y empezó a llevar a Giulia a casi cualquier lugar que mereciera conocerla: librerías que olían a madera vieja y polvo caro, museos silenciosos donde la gente caminaba como si pensara en voz baja, cafés que no tenían prisa por echarlas, calles de Cambridge donde el verano parecía inventado para hacerte olvidar que el mundo exige cosas.
Giulia estaba feliz de esa manera abierta que ahora tenía. Miraba todo como quien vuelve a aprender a vivir sin culpa, y Charlotte —sin admitirlo ni en su cabeza con palabras completas— disfrutaba verla así. Le gustaba la risa de Giulia en lugares nuevos porque le recordaba que la otra risa, la de Suiza, ya no mandaba. Le gustaba la forma en que Giulia preguntaba por todo: por qué Harvard tenía esos patios, por qué los ladrillos parecían más rojos a cierta hora, por qué Charlotte caminaba como si las aceras fueran territorio suyo. Y a Charlotte le gustaba responderle, no como profesora ni como reina, sino como alguien que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba hablando para ganar nada.
Pero en la noche… en la noche el aire cambiaba.
Compartían cama como si fuera lo más natural del mundo; lo había sido dos años atrás, y sin embargo ahora parecía otra cosa. Dormían espalda con espalda, apenas rozándose, como si cualquier contacto de más fuera una conversación que Charlotte no estaba lista para tener. No había manos que buscaran otras manos. No había piernas cruzándose sin querer. Había silencio. Y un contacto mínimo, accidental, que se alejaba enseguida.
Era raro, porque durante el día eran dos piezas que encajaban con violencia bonita, y al llegar la noche algo se congelaba. Charlotte se cerraba sin explicación visible. Y Giulia —que no era tonta, que ya sabía leer fríos— empezó a sentir ese viejo cosquilleo tenso en el estómago. El de antes. El del internado. El de “no debí”, “me imaginé cosas”, “me pasé”. Ese miedo humillante que te hace encoger los hombros aunque nadie te esté empujando.
Una mañana, con café en las manos, Giulia se quedó un rato en el sofá del estar observando la puerta cerrada de la habitación de Charlotte. El sol entraba por el ventanal con una claridad de vacaciones que no combina con tragedias, y aun así había ahí una sombra que quería volver a instalarse. Giulia la sintió intentando morderle el tobillo como una costumbre vieja.
Y decidió que no.
No iba a dejar pasar a su yo antiguo otra vez. Se dijo, con una calma valiente, que si todo lo que había sentido existía solo en su cabeza, tampoco pasaba nada. Que igual estaba ahí, que eran vacaciones, que no iba a permitir que un fantasma le arruinara el verano. Que había aprendido a respirar en Oxford y no pensaba olvidarlo en Massachusetts.
Dejó la taza en la mesa.
Y fue directo a la habitación.
Entró sin ruido teatral. La cama estaba hecha, rígida, como si nadie hubiera dormido en ella. Charlotte estaba frente al espejo, poniéndose pendientes con la precisión de siempre, el pelo recogido apenas, la boca neutra, el cuerpo entero en esa postura de “ya pertenezco al día”.
Giulia se acercó y, sin aviso, se interpuso entre Charlotte y su reflejo.
Quedó realmente cerca. Lo suficiente para sentirle el perfume a piel limpia y a algo caro que no gritaba. Lo suficiente para que el calor de Charlotte fuera un hecho innegable en el aire. Giulia suspiró sin poder evitarlo, un suspiro chiquito, humano, que traía más cansancio que drama.
Charlotte se tensó apenas. No lo vio venir. Su reflejo quedó detrás de Giulia como una sombra partida.
—Si ya no me soportas, me puedo ir —soltó Giulia, directa, sin ironía para esconderse. La voz era baja pero firme.
Charlotte se rió, corta, desconcertada en el borde.
—No es el caso.
—Entonces dímelo como si lo fuera —insistió Giulia, y tenía esa cara de quien no quiere pelea, pero tampoco vuelve a tragarse sola—. Dímelo como si no te estuvieras escondiendo.
Charlotte abrió la boca como para responder con una de esas frases duras que cortan el tema y ganan la sala… pero no salió nada limpio. La mandíbula se le apretó un segundo. Los ojos se le volvieron opacos de defensa.
Se cerró otra vez.
Dio media vuelta, como si la conversación no tuviera derecho a existir.
Giulia le tomó la muñeca por reflejo.
No fue un agarre duro. Fue un “no te me escapes” con la mano. Las dos miraron ese punto de contacto como si fuera una prueba de algo que ninguna estaba dispuesta a nombrar. Giulia aflojó el agarre casi de inmediato, resignada a no empujar el muro ese día.
La voz le cambió de carril con una facilidad que también era madurez.
—Bueno. Si no piensas hablarlo, al menos dime si planeas llevarme de vacaciones. Porque no podemos quedarnos encerradas con el aire acondicionado prendido todo el día mientras el mar nos llama.
Charlotte parpadeó una vez. Ese giro hizo que la tensión se abriera por una rendija segura.
Sonrió apenas, casi automática, y respondió sin pensarlo demasiado:
—Haré reservas mientras te bañas. Haz maleta para unos días. Te voy a llevar a broncearte.
Giulia dio un brinquito pequeño, alegre como una niña que no se disculpa por estar contenta. No metió más cuchillo en el tema. Simplemente se giró y fue directo a la ducha con esa energía luminosa de quien acepta la puerta que le abren y no pregunta por todas las que quedaron cerradas.
Charlotte se quedó sola.
Se sentó en el filo de la cama mirando el suelo como si el suelo tuviera respuestas. Por primera vez en mucho tiempo se le escapó un suspiro pesado. Pesado no porque no sintiera nada… sino porque sentía. Y eso era peor.