Charlotte

Capítulo 36 — Dos puertas y una grieta

Llegaron al hotel con la tarde todavía encendida, ese tipo de luz costera que hace que todo parezca más fácil de lo que es. Nauset Beach tenía el aire de los lugares donde la gente viene a olvidar problemas ajenos: madera clara, sal pegada en los pasillos, recepcionistas de sonrisa eficiente y huéspedes con piel ya acostumbrada al sol. Era un hotel bonito sin pretender ser palacio; un lujo discreto, de esos que Charlotte elige porque no tienen que demostrar nada.

Entraron arrastrando maletas y verano.

Giulia iba todavía con la energía viva del camino, el bikini escondido bajo una camisa enorme como promesa, los lentes oscuros puestos aunque ya no hicieran falta, la risa todavía en el cuerpo. Charlotte caminaba a su lado con esa calma de quien no se apura porque ya decidió todo hace rato. Se acercaron al mostrador, dijeron el nombre, firmaron lo necesario, recibieron las llaves.

Y ahí Giulia lo notó.

No porque alguien lo anunciara. Porque el recepcionista deslizó dos tarjetas sobre el mármol como si fuera lo más normal del mundo.

Dos habitaciones.

Una para Charlotte.
Una para Giulia.

La italiana no dijo nada al principio. Solo miró las llaves un segundo más de lo natural, como si esperara que el objeto le explicara una broma que ella no estaba entendiendo. Luego alzó la vista hacia Charlotte, buscando algo en la cara de ella: una señal, un gesto, un “no es lo que parece”.

Pero Charlotte estaba demasiado imperturbable. Demasiado neutral.

Giulia tragó aire, y el suspiro que le salió no fue suave. Fue pesado. Resignado en una parte del pecho y molesto en otra. Tenía dos años más, más presencia, más columna, pero aún así esa vieja sombra del internado —la de no debí, me equivoqué, no era para mí— intentó asomarse por reflejo.

No la dejó entrar.

Tomó su maleta.

Tomó su llave.

Y se fue.

Sin escena. Sin reproche en voz alta. Solo con esa dignidad terca que los Giordano (o como se llamaran en el idioma de su sangre) llevaban en los hombros.

Charlotte se quedó sola frente al mostrador.

No giró de inmediato. No corrió detrás. No llamó su nombre.

Correr detrás de la gente no era lo suyo. Nunca lo había sido, ni en Suiza, ni en Roma, ni en Harvard. Para Charlotte, perseguir se parecía demasiado a rogar. Y rogar era una palabra que no se permitía ni pronunciar. Así que la dejó ir como se dejan ir las cosas que uno no sabe contener de otra forma.

Entonces sí levantó la vista.

Y la vio perderse por el pasillo… o más bien verla chocar con el destino a mitad de camino.

Un chico rubio, bronceado, alto, de esos que parecen hechos para las playas y para caer bien sin esfuerzo, venía en sentido contrario, con camisa abierta y sonrisa ya ensayada por la vida. Giulia le tropezó sin querer, sus lentes oscuros resbalaron de su cara y cayeron al suelo con un sonido seco.

El chico se agachó rápido, galante en automático, los recogió con la misma facilidad con la que algunos hombres recogen una ficha que no es suya pero les gusta.

—Perdón, lo siento —dijo Giulia, más por educación que por culpa.

Y él sonrió de esa forma que en otra ciudad habría sido peligrosa y aquí era casi parte del clima.

—No pasa nada. Te los devuelvo y te acompaño… por si sigues tropezando con gente en vacaciones.

Lo dijo amable, ligero, casi encantador. Y Giulia, con el golpe recién recibido en el pecho y la rabia queriendo convertirse en algo menos triste, le devolvió una sonrisa cortita, de esas que no dan permiso pero tampoco lo niegan.

—Vamos —aceptó, sin mirarlo mucho pero dejando que él cargara parte de la broma.

Y siguieron caminando juntos hacia el ala de habitaciones.

Charlotte no necesitó interpretar demasiado.

Lo entendió en el instante en que vio a Giulia alejarse con el rubio a su lado como una sombra demasiado conveniente. Entendió el gesto, entendió el mensaje, entendió que la distancia que ella misma había reservado en dos llaves acababa de cobrar forma humana.

No se movió.

Terminó el registro con la misma serenidad con la que firmaba cualquier cosa. Esperó a que el botones volviera por su equipaje, respondió con monosílabos educados, y subió sola al piso de arriba cuando todo estuvo listo.

El pasillo olía a sal y a un perfume barato que la brisa traía de afuera.

Antes de entrar a su habitación, Charlotte vio al botones y le hizo una pregunta que sonó casual en su boca, pero que no lo era.

—La puerta de al lado… ¿esa es la de la señorita italiana?

El botones asintió, profesional.

Charlotte dijo “gracias” como quien firma un recibo. Entró.

La habitación estaba impecable: cama grande, ventanales abiertos, sábanas blancas con olor a hotel recién estrenado. Dejó sus cosas sobre la cama sin ordenarlas. No le importaba el orden ahora. Cruzó el cuarto directo hacia la puerta de cristal con vista al mar, como si el agua fuera una salida de emergencia.

Abrió.

El aire entró de golpe, salado, real, sin filtros. Ese aire que no te pregunta si tienes tiempo para sentir: se te mete igual y te revuelve cosas que no planeabas tocar.

Charlotte apoyó las manos en la baranda y miró el océano.

Necesitaba eso. No el aire acondicionado constante del apartamento, ni la frialdad controlada de Harvard, ni las ventanas medidas para no dejar pasar demasiado. Necesitaba viento natural, de ese que te obliga a respirar profundo aunque no quieras. De ese que te deja sin excusas.

Porque en el pecho tenía algo raro.

Una presión que no conocía bien. Una punzada incómoda, nueva, irritante como una palabra que no te sale.

¿Celos?

No tenía ni puta idea.

Charlotte Queen no era una chica entrenada en esa clase de sensación. En su repertorio había hambre, orgullo, estrategia, rabia, victoria, control. Celos era una emoción doméstica, blanda, ajena. Una cosa que otras personas se permitían y a ella nunca le pareció útil.




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