Charlotte llevaba horas sintiéndose indispuesta de un modo que no sabía ubicar en el cuerpo.
No era fiebre, no era cansancio, no era resaca de mar. Era otra clase de malestar: una sensación sin sabor que le rozaba la lengua por dentro como si alguien hubiera cambiado el aire del mundo sin avisarle. Un peso mínimo en el pecho, no doloroso, pero persistente. Como una nota que desafina en una canción que siempre habías oído perfecta.
Y la peor parte no era eso.
La peor parte era la necesidad de explicar.
De repente la cabeza le insistía con una idea absurda, casi ofensiva: tienes que decirle a Giulia por qué reservaste dos habitaciones.
Como si eso fueran obligaciones morales. Como si hubiera cometido un error de etiqueta. Como si el acto necesitara defensa.
Fue lo correcto. Era lo que se esperaba. Dos chicas de vacaciones, con dinero que no se disimula, con un apellido que paga discreción. Eso se hace. Eso se reserva. Eso se organiza.
La frase sonaba lógica. Sonaba a manual social. Sonaba a Charlotte.
Pero no le servía. Porque lo lógico nunca había sido suficiente para explicarse a sí misma cuando no quería hacerlo.
Charlotte no tenía el hábito de justificar sus movimientos. Ni a su padre, ni a su madre, ni al mundo.
No lo hizo cuando Richard la dejó al otro lado del continente con un reloj caro y cero dólares, como si el hambre fuera un método pedagógico. No lo hizo cuando se marchó a Roma sin pedir permiso a nadie. No lo hizo cuando Vitale la arrastró a mesas de hombres viejos y ella aprendió a destruir con números. Nunca. Ni siquiera en las guerras privadas que sí necesitaban explicación.
Y no iba a permitirse rendirse ante esa necesidad ahora.
No por Giulia. No por nadie.
Se cambió sin prisa, con esa calma que usa para taparse las fisuras: pantalones blancos sueltos en la cadera, sandalias bajas, una blusa amplia que se le caía de un hombro como si hasta la tela supiera que hoy no quería armadura completa. Se miró una vez en el espejo de la habitación sin detenerse a leer demasiado lo que había ahí. Ajustó unos pendientes pequeños, por costumbre, por instinto de orden, y salió.
El hotel estaba en su punto más dorado. La tarde se desplomaba lentamente hacia el mar como si no tuviera prisa en despedirse. Charlotte caminó por los pasillos abiertos que daban a jardines, atravesó terrazas con gente riendo fuerte, con vasos en la mano, con esa despreocupación tropical que a ella siempre le había parecido ajena. Pasó junto a un grupo que hablaba en francés, otro que hablaba en inglés con acento de costa rica, otro que hablaba en italiano chillón… y ninguno la rozó realmente. Charlotte caminaba dentro de sí misma como dentro de un debate.
Bajó a la playa cuando el sol ya estaba en la línea del agua. Sin decidirlo, se permitió un cóctel. Luego otro. Luego un tercero. No porque buscara perder el control, sino porque buscaba sofocar esa cosa que no tenía nombre.
Algo en el alcohol le suavizaba el borde de la pregunta:
¿Por qué dos habitaciones?
No iba a responderla. No hoy.
Siguió caminando con el vaso en la mano. El hotel quedaba atrás y el mar se abría adelante, enorme, constante, indiferente. La arena estaba tibia todavía, llena de huellas que el agua borraría sin remordimiento en unas horas. Charlotte se quitó las sandalias, las sostuvo en la mano y dejó que la arena la mordiera apenas en los pies.
Cuando se cansó del propio pensamiento, se sentó.
Se sentó directamente en la arena como si fuera una decisión meditada, no un abandono. Apoyó los antebrazos sobre las rodillas, miró al agua y dejó que el viento le desordenara el pelo como si fuera un derecho natural.
Se quedó ahí, silenciosa, peleando consigo misma con una disciplina nueva.
Renegociando.
Porque era eso lo que hacía cuando algo no le cuadraba: lo renegociaba hasta domesticarlo. Y si no lo domesticaba, lo destruía.
No sabía qué de eso iba a pasar hoy.
Entonces la vio.
No al principio como imagen claro, sino como una punzada de reconocimiento. En algún punto a su izquierda, a unos metros de distancia, había una figura que su sistema nervioso sabía leer sin esfuerzo. Una línea de espalda, un modo de caminar, una energía que no era discreta aunque intentara serlo.
Giulia.
Y al lado de Giulia estaba el mismo chico rubio con el que había tropezado en la recepción, el que había recogido sus lentes con esa sonrisa de salvavidas de verano y que, por alguna razón, había decidido acompañarla como si fuera lo más natural del mundo. No había misterio nuevo ahí. Solo continuidad. Un detalle que Charlotte no había planeado que siguiera existiendo.
Caminaban hacia una celebración escandalosa en la playa —música fuerte, risas que subían sin pudor, gente pidiendo otra ronda como si el mar no tuviera fin. Giulia iba con una sonrisa que Charlotte podía reconocer incluso de lejos: una sonrisa fácil, viva, como si el cuerpo le hubiera recordado que también estaba hecho para el sol.
Charlotte los miró un segundo más de lo prudente.
Lo suficiente para ver cómo Giulia decía algo y él se reía inclinándose hacia ella. Lo suficiente para ver a Giulia moverse con esa seguridad nueva que le había visto en Boston, y que aquí se ampliaba porque el verano la hacía más libre. Lo suficiente para notar que a Giulia le quedaba bien todo lo que la sacaba de la sombra.
Cuando se dio cuenta de que estaba mirando demasiado, giró la cara hacia el mar como si el movimiento fuera automático, como si no hubiera pasado nada.
Fijó los ojos en el agua.
Intentó con todas sus fuerzas no sentir.
No sentir esa cosa que se le había metido en el cuerpo desde el lobby del hotel, esa incomodidad desconocida, esa electricidad opaca agarrándole la garganta sin exhibirse. Intentó no darle forma, no darle palabra, no darle peso.
Porque no sentir había sido el verdadero privilegio de su vida durante casi veintidós años.