A la mañana siguiente, Charlotte bajó sola.
No fue un accidente ni una casualidad de horarios. Fue deliberado, quirúrgico. Se vistió con la misma precisión fría con la que se arman las treguas que todavía no quieren ser treguas, y salió sin mirar hacia la puerta contigua. Ni un segundo. Ni una sombra. Como si no existiera. Como si la ausencia de mirada pudiera convertir la incomodidad en una regla de etiqueta.
El pasillo olía a bloqueador solar y sábanas recién cambiadas. El hotel despertaba lento, con ese ritmo perezoso que el mar impone. Charlotte caminó recto, sin distraerse con nada que no fuera el destino: el restaurante.
Pidió un café cargado apenas se sentó. Negro. Sin azúcar. La clase de café que no acompaña la mañana: la gobierna. Esperó el desayuno con la mirada fija en algún punto neutro, como si no estuviera escuchando el rumor de la terraza, las risas a medio tono, las sillas arrastrándose sobre la madera.
Y entonces la sintió antes de verla.
Giulia apareció con la luz del sol pegada en la piel como una firma nueva. Tenía marcas rojizas finas en los hombros y el puente de la nariz, de esas que no duelen todavía pero ya prometen bronceado. Caminaba sin prisa. Llevaba el pelo suelto, todavía húmedo en las puntas, y una sonrisa cansada y luminosa de quien se pasó la noche viviendo sin contabilidad moral.
Venía distinta: más quieta en el cuerpo, más segura en el aire. Charlotte lo notó como se notan los cambios que uno no quiere notar.
Giulia no dudó ni un segundo en la ruta. Fue directa a su mesa, como si fuera la única mesa posible.
—Buenos días, Queen.
Charlotte ni siquiera levantó la vista del todo. Solo ofreció la versión educada de sí misma, la que se usa con profesores y con extraños peligrosos.
—Buenos días.
Giulia se sentó enfrente sin pedir permiso. Cruzó las piernas como si esto fuera una escena doméstica inventada hace años y no una conversación a punto de incendiarse. Estiró los brazos, estiró el cuello, soltó un suspiro teatral.
—Tengo una sed horrible —empezó, como si estuviera iniciando cualquier mañana—. Seguro es por los tragos de anoche. Me siento como si alguien me hubiera rellenado con arena caliente.
Charlotte no respondió. Ni con ironía, ni con gesto, ni con una mueca mínima. Ni siquiera giró la cabeza para mirarla. Se quedó quieta, con los ojos sobre la taza, como si fuera posible apagar una conversación con la misma facilidad con la que uno apaga una lámpara.
Giulia esperó un par de segundos. No insistió con chistes. No le rogó una reacción. Simplemente la miró, y en esa mirada había paciencia, sí, pero también una decisión firme.
—¿Me vas a ignorar todo el desayuno? —preguntó al fin, directa—. ¿Vas a seguir en ese papel de ofendida? Porque, con cariño, ese papel no te pertenece.
Ahí Charlotte levantó la vista.
No rápido. No dramática. La levantó con la lentitud exacta de quien afila un cuchillo sin exhibirlo. Alzó una ceja, clara, peligrosa.
Giulia soltó una risa corta, mitad divertida, mitad “ok, ya me viste”.
—Ay, por favor. —Hizo un gesto con la mano como quitándole peso al aire—. En todo caso, la ofendida debería ser yo.
Charlotte ladeó apenas la cabeza, el filo apareciéndole en la sonrisa.
—¿Tú? ¿Por qué estarías molesta si estás disfrutando tan feliz de esa habitación?
La frase cayó suave, pero con veneno escondido. No tenía que decir “rubio”. No tenía que decir “anoche”. El subtexto estaba ahí, impecable.
Giulia la miró un segundo largo. Entendió cada línea. Y en vez de ponerse a la defensiva, sonrió. Dulce. Sin burla. Con esa ternura nueva que a Charlotte le desactivaba las armas porque no venía con un ataque.
Charlotte, por dentro, sintió esa punzada incómoda: el impulso de interpretar lo peor solo para recuperar control. Como si confirmar una sospecha fea fuera más fácil que admitir que le importaba de verdad.
Antes de que pudiera soltar otra cuchillada, el servicio llegó con el desayuno. Fruta fresca, huevos, tocino, pan tostado. La bandeja aterrizó entre ellas como un árbitro neutral.
Charlotte empezó a comer.
No con prisa. Con concentración extraña. Como si el acto de masticar fuera una tarea de disciplina. Miraba el plato más de lo necesario. El tenedor se movía con precisión, pero la cabeza parecía estar en otra parte, renegociando algo que todavía no quería reconocer.
Giulia la imitó, divertida. Comió un poco de fruta, tomó agua como si tuviera sed de verdad… pero no dejaba de mirarla. Cada dos bocados levantaba los ojos y sonreía como si estuviera viendo una película buena.
Charlotte, por supuesto, fingía no notarlo.
En medio de esa calma tensa, Giulia soltó, casi como quien comenta el clima:
—Ya te disculpé, por cierto.
Charlotte se quedó inmóvil con el tenedor a medio camino. Levantó la vista.
Giulia siguió como si nada, tranquila:
—Porque si me pongo a esperar una disculpa tuya, vuelven a pasar dos años. Y esta vez no vine a perder tiempo.
La fulminación de Charlotte fue inmediata. No levantó la voz. No necesitó. La mirada bastó: veneno elegante, advertencia de reina herida y demasiado orgullosa para admitir que lo está.
Giulia no se achicó. Se quedó ahí, con la copa de agua entre los dedos, sosteniéndole la mirada con serenidad insolente.
Como diciendo: sí, mírame así. Igual no me voy.
Y Charlotte lo entendió con rabia silenciosa y con algo más bajo que todavía no tenía nombre: que Giulia ya no era la chica que se encogía ante el frío. Era una mujer que entraba a la tormenta con los hombros firmes.
Y eso, para Charlotte, era un problema.
O una promesa.
Todavía no lo sabía. Pero el desayuno acababa de poner las cartas sobre la mesa, aunque ninguna hubiera dicho todavía la palabra correcta.
Giulia esperó a que el filo se enfriara un poco antes de mover otra ficha. No porque tuviera miedo; porque había aprendido que con Charlotte el ritmo es parte del idioma.