Charlotte

Capítulo 39. — Verano sin testigos.

Charlotte estaba en el balcón porque últimamente el balcón era lo único que no le pedía explicaciones. Había pasado a ser una especie de ritual sin nombre: salir, apoyar los antebrazos en la baranda, mirar el mar como si el mar tuviera alguna respuesta antigua, y obligarse a respirar cuando el pecho se le ponía raro por cosas que no entendía. No era tristeza, no era rabia. Era esa presión mínima que no sabe dónde acomodarse y por eso molesta más.

El sol todavía estaba alto, insolente, y la música del hotel subía desde la piscina como si la alegría fuera un derecho natural de todos menos de ella. Charlotte ni siquiera estaba pensando en nada específico cuando la vio.

Giulia salió del hotel como si acabara de encajar en su propia piel. Llevaba solo un traje de baño, el pelo suelto, las gafas oscuras grandes que usaba como corona de verano, y caminaba con esa ligereza que no era reciente ni improvisada: era el resultado de años de reconstruirse a pulso, de ir aprendiendo a ocupar su espacio sin pedir permiso, de dejar atrás la versión callada que el internado había intentado congelar. En Boston Charlotte había visto una señal de ese cambio; aquí, bajo el sol, lo veía desplegado completo, casi insolente de lo bien que le quedaba. A su lado iba el rubio, el mismo de la recepción, con la sonrisa de postal que los veranos producen en serie, cargando algo que podía ser una toalla o una excusa, y siguiéndola como si la ruta la hubiera decidido Giulia sin tener que consultarle a nadie.

Charlotte soltó una risa baja, irónica, casi cansada.

Como si esperar algo distinto fuera un chiste.

Como si ella hubiera sido la ingenua por un segundo.

Pero la presión en el pecho volvió igual. No se disculpó. No se fue. Se quedó ahí adherida como una verdad antipática que no sabía cómo domesticar.

Eso fue lo que más le molestó. No Giulia. No el rubio. No la escena. La propia reacción. Esa especie de electricidad opaca que le agarraba el estómago sin pedirle permiso.

Giró sobre sus talones con calma de reina entrenada. Entró a la habitación. Cerró el ventanal. Encendió el televisor como quien prende una lámpara para espantar fantasmas. Pasó canales sin ver nada: noticias locales, un partido viejo, una película que no conocía, comerciales absurdos de bronceadores. Todo le pareció igual de insignificante. Seguía escuchando el hotel vivo a través de la pared como si la fiesta fuera el clima.

Por un momento, con una lucidez casi cruel, pensó en tomar sus cosas, bajar al lobby, subirse a su Range Rover y manejar de vuelta a Massachusetts. Volver al orden, a la disciplina, a los libros que nunca le pedían ternura. Podía hacerlo. Nadie se lo impedía. Nadie la retenía. Sería lo más Charlotte del mundo.

Y aun así no lo hizo.

Porque aunque en ese instante la odiara —odiara su risa fácil, su libertad, la manera en que se movía como si no cargara ningún juicio encima— no le haría eso a Giulia. No le arrancaría el verano por orgullo. No convertiría una visita de dos años en un portazo cobarde. Ella no corría detrás de nadie, pero tampoco se iba por la puerta de atrás cuando algo le dolía de un modo nuevo.

Así que eligió lo más fácil. Y lo más seguro.

Agarró la cartera y salió de compras.

Salió del hotel sin prisa, con la cartera en la mano y esa calma de quien se inventa una coartada para no regresar a un cuarto lleno de preguntas. Afuera no había Cambridge ni ladrillo universitario: había costa. Había esa franja de pueblos de Cape Cod que parecen tranquilos solo porque saben disimular el dinero. Calles pequeñas con tiendas blancas, vitrinas que exhiben lino y verano como si fueran una religión, olor a sal mezclado con perfume caro y helado recién hecho, gente caminando lento porque el mar les bajaba el ritmo aunque no supieran admitirlo.

Charlotte entró a la primera boutique que le inspiró confianza —no por gusto romántico, sino por instinto de orden— y se dejó llevar sin pensar demasiado. Fue casi terapéutico lo mecánico del gesto: elegir telas ligeras, pantalones claros, vestidos simples que no necesitaba, sandalias caras con hebillas mínimas. No estaba llenando el clóset; estaba llenando una grieta. Y cada prenda nueva era un argumento para no pensar en lo otro.

Almorzó sola en un sitio típico de capa alta costera: ensaladas exageradamente frescas, pescado a la plancha vendido como si fuera revelación espiritual, limonadas frías que te cobran como champaña solo porque el menú está escrito a mano con tinta elegante. Comió sin prisa, mirando por la ventana la vida de vacaciones ajenas: familias con piel dorada, parejas riendo sin agenda, adolescentes en bicicleta que parecían no conocer la palabra “responsabilidad”. Se permitió dos páginas de un libro que había llevado por reflejo. Cerró el libro sin haber leído de verdad. Pagó sin mirar el total. Caminó otra vez.

Cuando la tarde empezó a caerse volvió al hotel.

Y ahí la golpeó el ruido. No el ruido físico —que ya venía de antes—, sino el ruido de darse cuenta de que todo ese despliegue no era su mundo. La gente reía fuerte, volvía de la playa con vasos plásticos en la mano, se saludaba como si se conociera de toda la vida, bailaba a cualquier hora porque sí. Un verano orgánico y despreocupado, casi indecente en su facilidad.

Charlotte entró en medio de ese paisaje como quien entra en una fiesta diplomática sin querer estar ahí.

No encajaba. No iba a encajar nunca. Y no tenía intención de intentarlo.

La única razón por la que estaba allí era Giulia.

Y eso la hizo quedarse quieta un segundo en el lobby, con la música pegándole en el cuerpo y el olor de bloqueador y sal metiéndosele en la piel, sintiendo por primera vez algo que le pareció ridículo: una especie de necesidad de ser vista sin hablar.

Porque, ¿cómo no lo veía Giulia?

¿Cómo podía costarle tanto entender lo que Charlotte no decía, si lo demostraba?

Charlotte odiaba las demostraciones en público. Odiaba lidiar con extraños. Odiaba las fiestas sin agenda. Habría preferido estar en su apartamento comiéndose libros como quien se come el futuro a mordidas. Y aun así estaba ahí, en ese hotel que parecía tener fiesta veinticuatro horas al día. Ahí, soportando el clima social, tragándose la incomodidad, reorganizando su propio verano alrededor del verano de otra persona.




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