Charlotte se quedó en su habitación.
No por castigo, ni por drama, ni por orgullo performativo. Se quedó porque, a veces, la única manera que tenía de no convertirse en un incendio era encerrarse en una idea. Y esa noche la idea fue un libro.
Se obligó a leer de verdad. No a pasar los ojos por encima como quien finge disciplina. Leer en serio, con ese foco duro que le hacía desaparecer el mundo cuando quería que desapareciera. Y funcionó. Página tras página, el mar dejó de ser un espejo incómodo y el rubio dejó de existir como variable irritante. El hotel siguió sonando afuera, pero el ruido estaba lejos, como si viniera de otra vida. Su mente volvió al terreno que conocía: estructura, argumento, control.
Cuando levantó la vista, ya era tarde de verdad. No “noche bonita”, sino noche cerrada. El cuarto había cambiado de temperatura, la lámpara estaba encendida desde hacía horas sin que ella lo notara, y el libro… el libro estaba más cerca del final que del inicio.
Como mandado.
La puerta sonó.
Charlotte cerró el libro con un dedo marcando la página, sin prisa, y puso los ojos en blanco con esa elegancia que solo le salía a ella. Afilar la lengua era automático, porque nadie en ese hotel tenía la audacia de llamarla así de tarde excepto una italiana que llevaba media década enseñándole a perder el control solo con existir.
Abrió de golpe, sin ceremonia.
Y ahí estaba Giulia.
Ebria, sí, pero no en el modo feo ni torpe. Ebria luminosa: mejillas encendidas, ojos que brillaban como si el alcohol le hubiera quitado la última capa de pudor, el cabello aún húmedo en las puntas, sal y verano pegados en la piel. Además tenía esa insolación evidente que a Charlotte no se le escapó ni un segundo: el rubor demasiado parejo en la cara, los hombros marcados, la mirada medio cansada de quien viene con el sol metido en los huesos.
Giulia sonrió apenas la vio, y se rió como si la escena fuera un chiste privado del universo.
—¿Vas a seguir mirándome como a una extraña? —le dijo, sin posibilidad de compasión, como si hablara de la hora del día. Y antes de que Charlotte pudiera soltar una puñalada, Giulia añadió otra cosa que Charlotte no le conocía: hizo un puchero mínimo, casi infantil, dos segundos exactos.
A Charlotte ese truco le provocó algo nuevo. No ternura blanda. Algo más peligroso: un efecto calmante que le bajó la guardia por dentro. Por fuera no lo mostró. Por fuera seguía siendo Charlotte Queen: mandíbula firme, ceja alta, mirada de “no te emociones”. Pero la sensación se le quedó ahí, como una derrota pequeñita.
Giulia se recargó apenas en el marco de la puerta.
—No puedo dormir —dijo, ya menos insolente, más humana—. Me insolé. Y me arde hasta el pensamiento. ¿Me ayudas?
Charlotte iba a decir no.
Iba a decir algo como “eso te pasa por jugar a ser lagarto” o “pídelo en recepción” o “¿y tu rubio no tiene crema?”. Todas sus versiones de distancia estaban listas en fila, esperando su turno.
Pero en vez de eso se hizo a un lado, dio un paso atrás, y la dejó pasar.
Giulia entró como si hubiera vivido ahí desde siempre. Recorrió la habitación con ojos de turista casual y de bruja que reconoce territorio, y soltó una risita divertida.
—No me he perdido de mucho, ¿no? Son idénticas.
Charlotte la fulminó sin hablar. No por la broma, sino por el subtexto que venía pegado. Giulia lo supo al instante, pero no se disculpó ni retrocedió. Esa versión nueva de ella no pedía permiso para tocar zonas sensibles.
Charlotte se giró hacia su cartera, buscó una crema con gesto mecánico, como si el cuerpo pudiera hacer trabajo táctico mientras la cabeza se negaba a sentir nada.
—Siéntate —ordenó, breve.
Giulia obedeció con una docilidad burlona. Se instaló en la cama, piernas dobladas bajo ella, como si fuera su cama. Y esa familiaridad le pegó a Charlotte en un lugar raro que no quiso identificar.
Charlotte volvió con la crema, se puso entre Giulia y la luz, y empezó a untarla en su frente con cuidado de quien no sabe ser suave pero sabe ser útil.
Giulia cerró los ojos un segundo, disfrutando más de la mano que de la crema.
Charlotte, sin mirarla, soltó la frase que llevaba masticándose desde la mañana, pero con filo calculado:
—¿El rubio con el que andabas no tenía crema para untarte?
Giulia abrió los ojos, rió bajo, y miró a Charlotte con esa calma descarada de alguien que sabe exactamente qué está haciendo.
—Quizás —dijo, y le sostuvo la mirada sin parpadear—. ¿Esos son celos?
La mano de Charlotte se quedó suspendida en el aire.
No se movió. No parpadeó. No retrocedió de inmediato porque la cabeza tardó un latido en entender qué le acababan de tirar encima. La ceja se le quedó arriba, la expresión se le volvió una mezcla jodida de incredulidad, irritación y algo que no quería reconocer ni con el cuerpo.
—No digas estupideces —iba a decir.
Pero no lo dijo.
Solo se incorporó un paso, como tratando de recuperar distancia, y en ese instante Giulia le tomó la muñeca con suavidad firme y la devolvió al gesto, como quien reposiciona una pieza sin pedir disculpas.
—No te estoy atacando —murmuró Giulia, más suave de golpe. Cambió el tono porque sabía que la había tocado donde no tenía armadura—. Me quedé dormida en la playa, por eso me insolé. No fue… nada raro. —Cambio el tema de la manera más astuta que pudo.
Charlotte siguió untando crema sin perder la cara, pero con el pulso en esa frontera nueva donde el control se siente como un hilo.
—Pensé que era exceso de fiesta —respondió, seca.
Giulia soltó una risa lenta.
—Aún no he tenido la fiesta que quiero.
Charlotte entendió a qué se refería sin que Giulia lo explicara. Lo sintió como se siente un viento que te reconoce: directo y sin vergüenza.
No dijo nada. Solo le hizo una seña mínima con la barbilla para que se diera vuelta.