Charlotte

Capítulo 41. — La clase de verano.

A la mañana siguiente el sol entró temprano, y el cuarto olía a mar y a piel tibia.

Charlotte abrió los ojos primero. Por costumbre. Porque su cuerpo siempre despertaba antes que su permiso.

Giulia estaba despierta también. No dormida. Solo quieta, mirando al techo, como si hubiera pasado la noche pensando las mismas cosas que Charlotte pero con otro idioma.

Se miraron.

No fue una mirada de enamoradas adolescentes. Fue una mirada de dos personas que acaban de decir una verdad peligrosa y están midiendo si el suelo todavía existe debajo de los pies.

Giulia fue la primera en romper el silencio, sin ternura performativa, sin drama.

—Hoy sí hacemos planes.

Charlotte pestañeó lento. Medio sonrisa torcida, medio “¿qué?”.

—¿Eso fue una orden?

—Fue una realidad —Giulia se incorporó un poco, el pelo desordenado, los hombros todavía rosados del sol—. Te hablé de jet skis, de playas solitarias, de un día divertido. No crucé el océano para desayunar tu silencio otra vez.

Charlotte la miró un segundo largo.

Podía contestar con filo. Podía contestar con sarcasmo. Podía contestar con el manual viejo.

Pero no.

Porque algo se había movido.

Porque por primera vez esa “orden” no le sonó a control, sino a cuidado.

—Bien —dijo al fin, seca pero no distante—. Hoy hacemos tu clase de verano.

Giulia sonrió como si esa frase fuera más que suficiente premio.

—Nuestra clase de verano —corrigió, y sacó las piernas de la cama con energía nueva—. Te doy cinco minutos para vestirte. O te saco yo.

Charlotte soltó una risa breve por la nariz.

—Te quiero ver intentarlo.

Giulia le lanzó una mirada encendida de “no me tientes”, y se fue hacia la puerta.

—Cinco minutos —dijo por encima del hombro, con esa autoridad juguetona que no pedía permiso porque sabía que podía sostenerla.

Abrió, cruzó al cuarto contiguo —su habitación— y la cerró sin ruido. Charlotte alcanzó a escucharla moverse del otro lado: cajones, tela rozando piel, el murmullo italiano que Giulia soltaba cuando estaba contenta o nerviosa o las dos cosas a la vez.

Charlotte se quedó un segundo sentada en la cama, mirando la madera iluminada por el sol como si el cuarto hubiera cambiado de temperatura sin avisarle.

No había perdido el control.

Solo había aceptado que, por un rato, no quería sostenerlo sola.

Se puso de pie con calma, se estiró como quien vuelve al cuerpo después de una noche demasiado lúcida, y fue a buscar su ropa.

El día las estaba esperando.

Y por primera vez en el verano, a Charlotte no le molestó la idea.

Después de un rato, cuando el cuarto ya olía a bloqueador y a decisión, llamaron a la puerta.

Charlotte tardó lo justo. No porque quisiera hacer esperar a Giulia, sino porque todavía estaba afinando el gesto con el que iba a salir al mundo sin armadura completa.

Abrió.

Giulia se quedó mirando un segundo que no fingió disimulo.

Charlotte llevaba un enterizo blanco, traslúcido apenas lo necesario, con sandalias de playa y un bikini de dos piezas también blanco debajo. El pelo rubio liso, suelto, cayéndole como si hubiese decidido no pelear con él esa mañana. Era lo menos formal que Giulia la había visto en años… y aun así no era informal. Era Charlotte jugando a la sencillez con la misma precisión con la que otros juegan a la elegancia.

Giulia sonrió, lenta, sincera.

—Me gusta cómo te ves.

Charlotte ladeó la cabeza como quien ya sabe la respuesta a todo pero igual disfruta la confirmación. La sonrisa que le salió fue traviesa, limpia, de vuelta a su versión original.

—Lo sé. La parte donde provoco y coqueteo sí la tengo dominada.

Giulia soltó una carcajada corta.

—Modesta, como siempre.

—No soy modesta. Soy honesta.

Ambas rieron con esa facilidad peligrosa que solo aparece cuando algo duro ya se dijo y el cuerpo empieza a respirar otra vez.

Bajaron a recepción. El hotel seguía con su rumor de verano sin agenda, ese caos brillante que Charlotte toleraba solo porque ahora no estaba sola en él. Las esperaba un hombre con bermuda, gorra y mochila, piel tostada de oficio. Ni saludos largos ni ceremonia. Se acercó directo a Giulia, le entregó la mochila como si fuera equipo oficial, y les indicó con un gesto práctico el camino hacia la playa.

Caminaron detrás de él entre pasillos abiertos, sombra de palmeras, olor a sal y a café recién hecho. No hablaron mucho. No hacía falta. Había un acuerdo tácito en la manera en que iban lado a lado: hoy no se iban a esconder.

En la arena, el hombre abrió la mochila, revisó algo rápido, y les dio las llaves de los jet skis.

Giulia las tomó apenas un segundo.

Charlotte se las quitó con la agilidad de una ladrona elegante.

—Sube.

Giulia alzó una ceja, divertida.

—¿Y tú sí sabes a dónde vamos?

Charlotte hizo girar las llaves en un dedo, sin mirar atrás.

—Tú me das indicaciones. Aprovecha. Es tu única oportunidad para dármelas.

Giulia se echó a reír con esa risa de “qué desgraciada” que en ellas siempre era un cumplido, y se subió sin discutir al asiento trasero. Charlotte montó primero, al frente, ajustó el manubrio como si hubiera nacido para eso y arrancó con control de piloto vieja escuela.

Al principio fueron despacio, solo lo suficiente para salir de la zona donde la playa todavía es hotel y no mar. Luego, cuando el ruido humano quedó atrás y el agua empezó a abrirse sin testigos cerca, Charlotte aceleró.

La brisa les golpeó el rostro de lleno, les desordenó el cabello con fuerza, les llenó los dientes de sal y el pecho de una risa que no necesitaba permiso. El jet ski cortaba el agua como cuchilla feliz.

—Agárrate fuerte —dijo Charlotte sin girarse.

Giulia no dudó. Se inclinó hacia ella y se abrazó a su espalda, dejando ambas manos en la cintura diminuta de Charlotte como si fuera el lugar más natural del mundo. No fue un gesto tímido ni romántico. Fue instinto. Fue confianza. Fue verano.




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