Charlotte

Capítulo 42. — Sin testigos.

El mar hizo lo de siempre: arrastrar arena y sal. Limpiar y no dejar rastro. La playa seguía casi vacía, el muellecito todavía con el jet ski amarrado como un animal quieto, y las dos sillas bajo la sombrilla eran la única señal humana en kilómetros. Todo lo demás era agua, aire y sal. Territorio sin testigos.

Charlotte salió del mar primero. No como quien huye, sino como quien decide el ritmo con el mismo derecho con el que decide todo. Caminó hacia la arena con el cuerpo aún goteando, el pelo pegado a los hombros, la piel encendida por sol y por algo más profundo. Se sacudió el agua de las manos con gesto práctico, como si no acabara de pasar nada extraordinario. Pero Giulia la conocía bien. Y lo extraordinario se le notaba en los márgenes: en cómo la mandíbula no estaba apretada, en cómo los hombros habían dejado de vivir arriba, en esa ligereza peligrosa que Charlotte jamás habría confesado que existía en ella.

Giulia la alcanzó dos pasos después, riéndose sola, como si el mar le hubiera devuelto un pedazo de adolescencia que no extrañaba hasta ahora. Cuando subió a la arena, le salpicó agua a Charlotte con el pie, suave, casi infantil.

Charlotte la miró con una ceja levantada que prometía una sentencia, pero no la ejecutó.

—¿Sigues declarándome la guerra? —dijo, seca, aunque la comisura ya se le estaba torciendo.

Giulia se encogió de hombros, con ojos de “obvio”.

—Estoy entrenando tu tolerancia al verano.

Charlotte soltó una risa breve por la nariz. Se dejó caer en la silla, tomó la cerveza que habían dejado en la arena como si la lata fuera continuidad natural de su mano, y bebió un trago largo.

Giulia se sentó en la otra silla sin prisa, cruzando una pierna sobre la otra con esa elegancia nueva que no pedía permiso. La miró un segundo entero sin esconderlo. No era un escrutinio tímido. Era deseo abierto. Deseo de verla, literal y metafóricamente. Giulia quería esa versión de Charlotte que aparecía solo cuando el mundo se quedaba lejos. La quería entera. Y lo decía sin decirlo: con el brillo en los ojos, con una sonrisa leve que no buscaba burla, sino permiso para seguir empujando el borde.

Charlotte sintió la mirada como una mano sobre la piel.

No la esquivó.

Se recostó un poco más en la silla, como si el sol fuera suyo también, como si el mar no acabara de dejarle claro que podía ceder sin perderse.

—¿Qué estás mirando? —preguntó con ironía suave, como quien sabe la respuesta y aun así disfruta el juego.

Giulia levantó la lata.

—La evidencia de que sigues siendo peligrosa incluso mojada.

Charlotte la fulminó con una mirada que no era amenaza real. Era coqueteo con filo.

—Ten cuidado con lo que dices a estas horas. Todavía no desayuno.

—¿Y tú desayunas a gente, Queen? —Giulia alzó las cejas, encantada.

—Solo a las que insisten.

Giulia rió, y esa risa fue viento en la sombra, electricidad ligera. Bebió otro trago, luego dejó la lata en la arena como quien abandona un asunto menor. Se levantó de golpe, con la energía de alguien que no piensa quedarse quieta cuando la vida está abierta.

—Ven.

Charlotte la miró, inmóvil de nuevo por costumbre.

—¿A dónde?

Giulia señaló las dunas bajas, el pasto salado, el borde donde la arena cambia de color.

—A caminar. A explorar. A hacer algo que no sea fingir que somos adultas responsables dos minutos seguidos.

Charlotte hizo un gesto de fastidio mínimo que en ella siempre significaba sí.

Se levantó.

Caminaron sin prisa por la orilla, descalzas, con el sol ya alto y el viento metiéndoseles por los huecos de la piel. Giulia hablaba mucho, porque era Giulia, y porque el verano le daba licencia para existir sin freno. Charlotte no estaba callada por distancia; estaba callada porque la escuchaba con una atención rara, casi tranquila, como quien se deja habitar por una música que no sabía que necesitaba.

Giulia agarró una concha, se la puso frente a los labios como si fuera micrófono y empezó a narrar con voz absurda una supuesta entrevista a “Charlotte Queen, emperatriz de las olas”.

—Señorita Queen, ¿qué opina de mi desempeño como guía turística?

Charlotte alzó una ceja.

—Que eres un riesgo diplomático.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Depende de si me haces perder el tiempo.

Giulia fingió indignación, se llevó una mano al pecho.

—¡Escándalo! ¡La reina admite que el tiempo con la italiana se puede perder!

Charlotte le quitó la concha de la mano con rapidez y le dio una vuelta juguetona en la muñeca.

—No he admitido nada.

Giulia se rió y echó a correr de repente, sin aviso. Como si el cuerpo decidiera antes que la mente.

Charlotte parpadeó, sorprendida, y luego la siguió con un instinto que no se le conocía en terreno emocional, pero sí en el competitivo.

—¡Giulia! —la llamó, más por amenaza divertida que por alarma.

Giulia miró por encima del hombro mientras corría, el pelo volándole como bandera.

—¡Atrápame!

Charlotte aceleró con una sonrisa torcida de “no sabes lo que acabas de hacer”. No corría muchas veces por nadie, pero por Giulia en ese momento no era “por alguien”. Era por juego. Por posibilidad. Por cuerpo.

Giulia zigzagueó entre las dunas bajas, buscando altura, buscando escapes ridículos. Charlotte la iba alcanzando con paso firme, sin desesperación. La alcanzó justo cuando Giulia intentó girar para seguir corriendo.

Fue una trampa perfecta de arena y risa.

Giulia tropezó con una raíz salada, y Charlotte la atrapó por la cintura desde atrás. El peso de ambas se fue hacia abajo sin gravedad elegante.

Cayeron.

Giulia primero, Charlotte encima, las dos riéndose con la boca abierta, con arena pegándose a los muslos y al pelo. El mundo se volvió pequeño de golpe: sol, respiración agitada, piel tibia, el mar sonando cerca como una audiencia vieja que no juzga.

Charlotte se quedó encima un segundo más del socialmente correcto. No por falta de reflejo para levantarse. Porque no quiso levantarse todavía.




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