El hotel apareció otra vez como aparecen los países que no te preguntan si quieres volver: ruido, gente, música demasiado cerca, risas que rebotaban en las paredes como si fueran parte de la decoración. El muellecito quedó atrás, la playa secreta se dobló en el mapa y el mar empezó a sonar distinto. Más público. Más hotel. Más mundo.
Charlotte bajó del jet ski primero.
No con prisa, no con molestia. Solo con ese cambio casi invisible que le pasaba en el cuerpo cuando el aire dejaba de ser privado. Se le enderezaron los hombros como si alguien la hubiera llamado por su apellido. La mandíbula se le apretó lo justo: no como arma, sino como reflejo. Se recalzó la armadura sin darse cuenta.
Giulia lo vio antes de tocar tierra.
Bajó después, sacudiéndose el agua del cabello, todavía con sal en la risa, todavía con esa luz blanda del día pegada en la piel. Pero cuando miró a Charlotte, la vio distinta. No distante, no fría. Solo… vuelta a casa.
Caminaron hacia la recepción por la arena húmeda. A medio camino, un grupo de turistas les pasó al lado, hablando alto, con latas en la mano, con esa confianza obscena que tiene la felicidad cuando no te cuesta.
Charlotte no los miró. Pero su cuerpo los registró.
Giulia se le acercó un poco más, como por inercia.
—¿Estás rara? —preguntó, suave, sin acusación.
Charlotte ni siquiera tardó en responder. La voz le salió fácil, pulida.
—Estoy cansada. —Pausa mínima—. Estoy bien.
Giulia la miró de lado.
Ese “estoy bien” era el mismo que usaba para cerrar reuniones, para clausurar guerras, para no abrir puertas. No se lo dijo. No ahí. Solo asintió como quien toma nota de que algo cambió de clima.
—Ok —dijo, tratando de sonar liviana—. Te creo.
Charlotte le regaló una mirada corta. Agradecida, seca.
Entraron al lobby y el golpe fue completo. Aire acondicionado agresivo, música tropical filtrada desde la piscina, gente descalza con pulseras de all–inclusive que te trataban como si fueran medallas. Un verano sin vergüenza.
Giulia iba cediendo el paso a Charlotte sin pensarlo, como si el mapa fuera de ella. Charlotte iba abriéndolo sin pedirlo, como siempre.
En la recepción las reconocieron. Les sonrieron. Les ofrecieron toallas nuevas, agua, una lista de actividades para la tarde. Charlotte dijo no con la cabeza sin mirar el papel. Giulia dijo “gracias” por las dos.
Cuando subieron al ascensor, el silencio volvió a acomodarse entre ellas como un animal que sabe cuándo quedarse quieto.
Giulia apoyó un hombro contra la pared metálica y la miró con esa mezcla rara de ternura y pelea que solo le salía con Charlotte.
—Te transformas cuando hay gente —dijo, sin reproche. Como un hallazgo.
Charlotte fijó los ojos en el panel de pisos.
—Me adapto.
—No. —Giulia ladeó la cabeza—. Te blindas.
Charlotte soltó una risa seca por la nariz, mínima.
—No empieces otra tesis, doctora.
—No es tesis. Es observación clínica.
Las puertas se abrieron. Salieron.
El pasillo olía a sábanas limpias y mar viejo. Había un silencio de hotel caro que no deja que el verano entre completo. Charlotte caminó hacia su puerta con el mismo control con el que habría caminado hacia una sala de juntas.
Giulia la siguió sin preguntar.
Dentro del cuarto, la luz de la tarde entraba oblicua, dorada. La ropa mojada quedó sobre una silla. El enterizo tirado en la arena ahora era un objeto sin épica.
Charlotte se quitó las sandalias. Se sirvió agua.
—¿Cuándo? —preguntó Giulia de pronto.
Charlotte levantó la vista.
—¿Qué?
Giulia señaló con la barbilla algún lugar invisible del cuarto. El futuro ahí adentro.
—Nueva York. ¿Cuándo es?
Charlotte tardó un segundo, no porque dudara, sino porque estaba calculando cómo decirlo sin sonar como sentencia.
—En tres días volvemos al departamento. —Lo dijo directo, como dato financiero: sin espacio para confundirlo con emoción.
Giulia parpadeó.
—¿Tres?
—Tres.
Giulia dejó caer el cuerpo en la cama como quien se sienta sobre una noticia que de repente pesa.
—¿Y Nueva York?
Charlotte abrió la cartera, sacó el celular, no por necesidad real, sino porque el acto de revisar la pantalla le daba suelo.
—Una semana después, más o menos. —Pausa mínima—. Depende de Richard. Ya conoces su deporte favorito.
Giulia tragó aire, asentó despacio.
—¿Qué esperan de ti?
Ahí Charlotte frenó.
No se movió, pero el cuarto se sintió un grado más frío.
La pregunta era simple, pero venía con toda la carga del mundo real: sus padres, su apellido, su juego familiar, su manera de sobrevivir.
Charlotte respondió como quien repite una cifra aprendida.
—Que me vea presentable. Que de reportes de su inversión. —Pausa—. Que esté ahí.
Giulia la miró, esperando el resto.
No hubo resto.
Charlotte guardó el celular.
—Nada más.
Giulia no insistió. Porque sabía leer a Charlotte: cuando responde con datos fríos, es porque no quiere nombrar la parte que duele.
Se quedó un rato callada, mirando la ventana, oyendo el mar filtrado por las paredes como si fuera otro idioma.
Luego dijo, con voz firme y sin dramatismo:
—No voy a esconderme. Pero dime cómo se juega tu familia.
Charlotte la miró, sorprendida por la claridad. No por la petición.
—No es tu juego.
—Lo sé. —Giulia giró la cara hacia ella—. Por eso pregunto. Para no romperte con torpeza.
Charlotte apartó la mirada un segundo. No por huir. Porque esa frase la tocó donde no tenía armadura.
—Richard es… —buscó una palabra neutral—… un tablero.
Giulia arqueó una ceja.
—¿Y Evelyn?
Charlotte dudó menos.
—Un tablero con cuchillos escondidos.
Giulia soltó una risa corta, casi una maldición.
—Perfecto. Me encantan los deportes extremos.
Charlotte la miró de nuevo. Más suave.