Charlotte llamó a la puerta de Giulia dos veces. No fuerte. Lo justo para que sonara a aviso, no ha pedido.
—Cinco minutos.
Giulia abrió casi de inmediato.
Tenía el pelo recogido de manera simple, un vestido azul oscuro que no era de fiesta ni de playa, sino de “sé dónde estoy parada”. Unos aretes pequeños. Ni una gota de exceso. La clase de elegancia que no imita: afirma.
Y sonreía. Dulce. A propósito.
Como si quisiera meterle un poco de sol a la tarde antes de que le cayera encima el invierno de los Queen.
—Hola —dijo suave.
Charlotte la miró un segundo. Sin playa en la cara. Sin risa fácil en la boca. Ya estaba vestida de otra cosa.
—Hola.
Giulia intentó un chiste pequeño, una cuerda lanzada.
—¿Lista para tu… ceremonia de té británico neoyorquino?
Charlotte soltó una exhalación corta.
No risa.
—Solo sígueme el ritmo.
Giulia asintió, sin perder la sonrisa, aunque la sonrisa ya no le alcanzaba para calentarle el aire a Charlotte.
—Siempre.
Caminaron juntas hacia la escalera.
El pasillo era largo, silencioso, impecable. Bajaron sin tocarse. No por falta de ganas, sino porque el espacio ya tenía ojos aunque no hubiera nadie.
En el primer piso el recibidor seguía con la misma quietud cara de antes. Y aun así se sentía distinto: como si las paredes supieran que venía algo.
Entraron al estar.
Era un cuarto amplio, luminoso por ventanales altos, con sillones color crema, mesas de madera oscura y una chimenea apagada que parecía más símbolo que necesidad. Todo demasiado correcto para llamarse “familiar”.
Richard entró al mismo tiempo por otra puerta.
Traje gris claro, camisa blanca sin arrugas, reloj que podía pagar otro edificio. La presencia le ocupó el cuarto como un título.
Charlotte avanzó hacia él sin dudar, sin correr.
Richard abrió los brazos lo mínimo necesario. La abrazó apenas. Un contacto de dos segundos exactos, más protocolo que calor.
—Charlotte.
—Papá.
Se separaron con esa naturalidad que solo tienen las familias que no se tocan mucho.
Charlotte se quedó a un lado de su padre apenas lo justo para abrirle campo a Giulia. No hizo ceremonia. No le dio grandilocuencia. Solo la puso en el cuarto como quien pone una verdad sobre la mesa sin pedir permiso.
—Giulia Giordano —dijo, con calma, como si el apellido no fuera un dato sino una carta que ella eligió jugar. Luego miró a Giulia un segundo, mínimo, y volvió a Richard—. Estudia Medicina en Oxford, va a mitad de carrera al igual que yo. Quiere pediatría. Nos conocemos de Suiza… del internado.
Lo dijo simple. No como ficha de currículo. Como contexto. Como “esto es lo que necesitas saber para leerla bien”.
Giulia sostuvo la escena sin tensarse, con esa elegancia tranquila que no suena a actuación.
Richard la miró con una cortesía exacta. Ojos rápidos. Lectura vieja.
— Giordano. —Repitió el apellido como quien reconoce algo que ya había visto en otra mesa—. Un placer, Giulia.
Giulia no se achicó ni se excedió.
—El placer es mío, señor Queen.
Richard asintió una vez. Casi satisfecho.
—Siéntense.
Charlotte eligió el sillón frente a él sin esperar invitación extra. Giulia se sentó a su lado, no pegada, no lejos. Ritmo.
En ese momento entró Evelyn con dos empleadas detrás.
La bandeja era ridícula: té servido en porcelana fina, galletas como joyas, sándwiches diminutos como si el hambre fuera una falta de clase. Todo demasiado elegante para llamarse merienda. Todo demasiado calibrado para ser casual.
Evelyn dejó que las empleadas acomodaran sin ruido. Luego tomó el sillón a la derecha de Richard, ligeramente separado, como si incluso el matrimonio fuera una alianza táctica.
—Qué gusto verlas aquí —dijo con el tono perfecto de quien no siente necesidad de probar nada.
Richard tomó su taza primero. Una señal. Todo empezó a girar desde ahí.
—Entonces —dijo, sin rodeos—. Harvard.
Charlotte enderezó apenas la espalda como si ese nombre fuera una orden antigua.
—Clases confirmadas. Macro con Feldstein, teoría de mercados con Larkin, análisis de riesgo con Hsu. —Habló como quien enumera una cartera de inversión—. Estoy en el grupo avanzado de finanzas cuantitativas. Empieza la semana de inducción el lunes.
Richard la miraba con una atención que no era ternura, pero sí interés de dueño. Como quien por fin ve funcionar una máquina que él mismo diseñó.
—¿Y el seminario de estrategia?
—Con Rosenthal. —Charlotte tomó té como si no estuviera haciendo un reporte militar—. Es pesado en casos, pero funciona. Me interesa el enfoque político, no solo el numérico.
Richard inclinó un poco la cabeza, complacido.
—Rosenthal… —repitió como quien chequea una pieza en inventario—. Ese hombre no te va a regalar ni el agua.
—No vine por regalos —dijo Charlotte, tranquila.
Evelyn dejó la taza sobre el platillo con delicadeza exacta.
—¿Y cómo estás organizando el semestre? —preguntó suave—. Harvard tiene la costumbre de comerse a la gente brillante si no se cuida.
Charlotte levantó la mirada. No desafío. Claridad.
—No pienso dejar que se coma nada. —Pausa—. Ya conozco el ritmo. Tengo mis horarios armados.
—¿Con quién estás trabajando ahora? —Richard lo preguntó como si estuviera hablando de una firma, no de una universidad—. ¿Sigues con tu grupo de investigación?
—Sí. —Charlotte no se movió—. Sigo en el mismo equipo. Economía política aplicada. Estoy cerrando un paper para diciembre.
Richard se reclinó apenas en el sillón, como quien se permite el lujo del orgullo sin exhibirlo.
—Tema.
—Puertos y subsidios energéticos en ciclos electorales. —Charlotte dijo el título sin adorno, pero con esa ironía seca que siempre venía después—. Básicamente: cómo se compra estabilidad cuando ya no queda legitimidad.
Richard sonrió mínimo. Discreto. El pecho le creció como si esa frase fuera una medalla colgada sin ceremonia.