Charlotte

Capítulo 46. — Herencia en la garganta.

Las noches siguientes fueron una coreografía sin música.

Cena uno: un comedor privado con flores demasiado altas y hombres que no soltaban el celular ni para masticar. Cena dos: un loft con vista al río donde alguien hablaba de “futuro” como si fuera póliza. Cena tres: una terraza cerrada con músicos de jazz pagados para sonar como si no cobraran. Todas diferentes, todas iguales en lo importante: eran cenas con carácter, con dientes, con agenda.

Charlotte jugaba su papel con la perfección que le habían enseñado desde antes de saber que eso era una enseñanza. Abría conversaciones precisas, dejaba caer una cifra como quien deja un guante, reía donde debía reír y callaba donde el silencio era la mejor arma. Los hombres la miraban como se mira una inversión joven: con interés y cálculo.

Richard la observaba, orgulloso sin decirlo. Evelyn se mantenía cerca, hermosa y afilada, administrando el aire como si el aire también fuera propiedad.

Y Giulia… Giulia era la rendija.

Una mirada al otro extremo de la mesa cuando el tema se ponía denso. Un gesto mínimo bajo la servilleta. Una pierna que rozaba otra en la oscuridad. El escape sin romper la ficción. La promesa en clave de “aguanta, te veo, estoy aquí”.

En una de esas cenas, un director viejo con corbata demasiado estrecha levantó su copa hacia Charlotte.

—Tu hija está lista para entrar en la liga mayor.

Richard no sonrió grande. No necesitaba.

—Nació en esa liga.

Charlotte tomó vino, suave.

—La liga mayor es una superstición de los que necesitan sentirse grandes.

El hombre se rió incómodo. Richard sí sonrió, más por espejo que por ternura.

Giulia la miró desde el costado con esa cara de “claro que dijiste eso” y Charlotte, sin girar, le devolvió una microsonrisa como una moneda clandestina.

Otra noche, Evelyn intentó hablar de “equilibrio”.

—Harvard te exige foco, cariño. No puedes repartir energía.

Charlotte cortó el pan con calma.

—Repartir energía es lo que hace que a uno no lo conviertan en máquina.

Evelyn sostuvo su sonrisa educada.

—A veces ser máquina es necesario.

Giulia se metió con voz suave, casi inocente.

—Las máquinas también necesitan mantenimiento, señora Queen.

Evelyn la miró como quien evalúa una joya por primera vez.

—Eso dicen.

Giulia sonrió, dulce de superficie.

—Soy italiana. Crecemos rodeados de máquinas con temperamento.

Charlotte ocultó una risa en la copa.

Richard apuntó aquello en silencio, no como amenaza, sino como nota de interés: la chica sabía hablar en mesas de poder sin perderse.

Así pasaron un par de noches: con nombres importantes, con preguntas disfrazadas de brindis, con Charlotte brillando donde tenía que brillar y Giulia sosteniendo la cuerda desde el costado. Sin escenas. Sin incendios públicos. Con el fuego acostumbrándose a vivir bajo manteles.

El lunes siguiente amaneció sin aviso.

Giulia despertó cuando la luz apenas estaba buscando cómo entrar entre cortinas pesadas. Por reflejo miró hacia la puerta del cuarto de Charlotte, al frente.

Estaba abierta.

La cama, hecha.

El silencio del pasillo tenía ese tipo de orden que solo aparece cuando alguien se fue temprano con la mente en guerra.

Giulia frunció el ceño, se puso una camiseta encima y cruzó el pasillo descalza.

La habitación de Charlotte olía a su perfume mínimo y a ausencia reciente. Sobre el escritorio quedaba una taza vacía y un papel doblado en dos, sin nota. Solo abandono funcional.

Giulia bajó a la cocina y encontró a una empleada poniendo jugo en una bandeja.

—¿Charlotte ya salió? —preguntó en inglés suave.

La mujer asintió, profesional.

—Con el señor Queen. Muy temprano. Dijeron que estarían fuera parte de la mañana.

Giulia se quedó quieta un segundo, tragando el dato como quien traga una piedra fría.

—Gracias.

Subió otra vez y se cambió con la calma falsa que se pone cuando no se quiere preocupar a nadie. Pero el cuerpo le quedó atento, como si algo estuviera por volver en cualquier momento.

Charlotte volvió pasada la una.

Entró a la casa con los tacones en la mano, no por cansancio físico sino por rabia contenida. Traía el blazer colgado del antebrazo, la camisa un poco desabrochada en el cuello, el pelo suelto como si alguien le hubiera arrancado un lazo sin pedir permiso. La cara: la versión más seria de ella. No la de reunión. La de combate.

Giulia estaba en el último escalón, esperándola sin parecerlo.

—Hey —dijo bajo.

Charlotte levantó la vista apenas. Un segundo en que su cara pareció recordar que existía el mundo.

—Hey.

Giulia bajó dos escalones, sin tocarla todavía.

—¿Dónde te fuiste?

Charlotte soltó aire.

—Interscope.

Giulia parpadeó.

—Ah.

“Ah” no significaba sorpresa. Significaba “ya entiendo el calibre”.

Charlotte le pasó de largo hacia el estar, dejó los tacones en una esquina con una precisión que parecía agresiva, tiró el blazer en el respaldo de una silla y se sirvió agua sin pedir permiso a la casa.

Giulia la siguió hasta quedar cerca, sin invadir.

—¿Cómo fue?

Charlotte bebió la mitad del vaso de un trago.

—Recorrido de legado. —Su voz era neutra, pero se le veía el filo en la mandíbula—. Me presentó a los directivos como si yo fuera parte del blueprint. Me hizo hablar. Opinar. Sugerir.

Giulia se alegró una fracción… hasta que vio la cara.

—Eso suena… bien.

Charlotte soltó una risa seca.

—Sonó bien hasta que dejó de sonar.

Se sentó en el sillón como si se dejara caer de una altura.

Giulia se sentó enfrente, con esa calma de hospital cuando alguien entra sangrando pero todavía camina.

—¿Qué pasó después?

Charlotte miró un punto en la pared.

—Su oficina. —Pausa mínima—. Sacó un contrato. Me dijo que lo firmara y me llevara una copia.




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