Pasaron los días como pasan las cosas que no quieren despedirse: en cámara lenta, fingiendo normalidad.
Massachusetts les devolvió el aire verde, las mañanas frías, las calles que parecen hechas para prometer futuro aunque nadie lo pida. Hubo maletas a medio cerrar, cafés tomados sin hambre, caminatas cortas con conversaciones largas que no iban a ninguna parte. Hubo una última cena sin fecha en el calendario. Hubo un “después vemos” que ambas dijeron como si fuera un lugar, no una mentira piadosa.
Charlotte no cambió de rutina. O fingió no hacerlo. Giulia sí notó el cambio: la manera en que Charlotte se quedaba un segundo de más en los umbrales, la forma en que buscaba su sombra antes de entrar a un cuarto, la microimpaciencia con la que tocaba su vaso cuando se quedaban en silencio.
Lo inevitable se acercó igual.
El día de vuelo amaneció limpio y cruel. Un cielo tan claro que parecía decidido a no ser cómplice.
Giulia bajó con su maleta a cuestas y encontró a Charlotte ya lista, con esa versión sobria de sí misma que usa cuando sabe que la emoción no tiene autorizaciones. No dijo “¿dormiste bien?” porque no era una mañana para pequeñas mentiras. No dijo “¿lista?” porque ninguna estaba lista.
Solo tomó las llaves.
El trayecto hasta el aeropuerto fue corto y larguísimo a la vez.
Por la ventana, los árboles pasaban como si nada. La vida seguía en su velocidad habitual, indiferente a que en ese carro se estaba carpeteando algo que no iba a tener archivo.
El silencio no era vacío. Era un animal enorme en el asiento de atrás.
Charlotte manejaba con las dos manos al volante, mirada fija, mandíbula apretada con esa disciplina que le sale sola. Giulia iba mirando de reojo, memorizándole el perfil como si fuera un mapa que no se puede llevar en papel.
Cuando llegaron, Charlotte se metió en la fila de desembarque frente a la puerta principal. Frenó.
No apagó el motor.
Se quedaron un segundo quietas, sin moverse, como si el tiempo hubiera decidido no avanzar hasta que ellas lo aceptaran.
Giulia respiró hondo.
Su mano buscó la de Charlotte donde sabía que iba a estar: en la palanca de cambios, fuerte, como si fuera la única cosa estable del mundo. La cubrió con la suya, sin prisa ni dramatismo.
Charlotte no se movió. Solo se le tensó un poco el antebrazo.
Giulia habló despacio, mirando la mano antes que la cara, porque a veces las cosas duelen menos si no las miras de frente.
—Yo también te voy a extrañar —dijo, calmada, como quien deja una carta sobre la mesa y no espera respuesta.
Charlotte dejó salir aire por la nariz, casi una risa que no llegaba a risa. Torció la boca de lado, esa sonrisa torcida que en ella siempre es un escudo.
Se volvió para mirarla por fin.
—Obvio —dijo, como si la palabra no tuviera peso. Como si “extrañar” fuera un trámite más del día—. Vas a ir a patear traseros allá. Oxford no sabe lo que regresa.
Giulia intentó sonreír.
—¿Traseros británicos?
—Los más arrogantes —Charlotte alzó una ceja—. Me harás tributo.
Giulia dejó salir una risa corta, obediente, pero la risa se le partió en el borde.
Charlotte siguió hablando, porque hablar era su forma de evitar el abismo.
—Vas a llegar y vas a hacer lo tuyo. Vas a entrar a esos salones como si fueran tuyos. Porque son tuyos. —Hizo una pausa mínima, como si se oyera a sí misma y le molestara lo que estaba diciendo—. Y si alguien te subestima…
—Le rompo los dientes con una cita de Ovidio —Giulia completó, intentando jugar.
Charlotte sonrió un poco más, orgullosa sin suavizarse.
—Exacto.
Giulia asintió. Miró hacia el aeropuerto a través del parabrisas. La puerta automática tragaba gente con maletas, como una boca que no devolvía nada.
Tragó saliva.
—Y tú… —empezó, con voz que quería sonar liviana— tú vas a estar bien.
Charlotte soltó aire.
—No me des discursos de despedida, Giulia.
—No es un discurso —Giulia miró su mano todavía sobre la de ella—. Es un hecho.
Charlotte se quedó mirándola un segundo que duró demasiado.
—¿Qué, me vas a poner nota de desempeño emocional? —dijo, y la ironía le salió fina, entrenada.
Giulia volvió a intentar reír. Quiso mantener el juego. Quiso ser la Giulia insolente que le responde con chispa, que no se quiebra.
Pero un puchero —ridículo, infantil, indeseado— se le escapó en el labio.
Charlotte lo vio.
Y algo en su cara cambió sin que cambiara.
—No hagas eso —dijo más bajo.
—¿Qué cosa?
—Esa cara.
Giulia bajó la mirada, avergonzada por no tener control sobre su propia idiotez humana.
—No es a propósito.
Charlotte apretó un poco la palanca con los dedos, no para apretarla a ella, sino para no temblar.
—Tampoco es para siempre —mintió, y ambas supieron que era una mentira útil.
Giulia dejó salir una risa mínima, rota.
—¿Cuándo fue la última vez que algo fue “para siempre” y tú no lo sabías antes?
Charlotte abrió la boca para responder algo filoso, un remate, una frase que pusiera orden.
Pero Giulia no la dejó.
La interrumpió con el cuerpo.
Se le lanzó encima sin cuidado de torpeza, sin pedir permiso, con esa urgencia de quien se está cayendo y encuentra el único lugar firme.
La abrazó.
Fuerte. Sentido. Caluroso.
Charlotte se quedó dura un microsegundo, por pura costumbre, como si el abrazo fuera una pregunta que no estaba lista para contestar.
Después le respondió.
Le rodeó la espalda con ambos brazos, la pegó contra ella con una fuerza que no era de consuelo sino de necesidad. Como si quisiera memorizarle el peso exacto para poder recordarlo después sin imaginación.
No hubo beso.
No hubo nada romántico, nada de película.
Solo dos personas abrazándose como quien no quiere despegar los huesos del otro todavía.
Giulia hundió la cara en el cuello de Charlotte y respiró hondo para no llorar, y lloró igual pero en silencio. Charlotte no le dijo “no llores”. No le dijo “todo va a estar bien”. No le acarició el pelo como una madre. La sostuvo.