Charlotte

Capítulo 48. — Flores sin remitente.

Los meses empezaron a pasar como pasan las estaciones cuando una no las mira: se van acumulando en los bordes de la vida hasta que un día te das cuenta de que el aire ya huele distinto.

Oxford se volvió el calendario de Giulia. Harvard, el de Charlotte. Y entre los dos husos horarios seguía intacto el ritual que ya traían desde antes, como una especie de cuerda amarrada al cuello para no soltarse del todo: una videollamada al mes, fija, inevitable, sin drama de agenda porque nunca había sido cuestión de agenda. Era costumbre. Era pacto mudo. Era la forma que tenían de no desaparecerse.

A veces hablaban mucho. A veces casi nada. A veces era literal la cámara abierta mientras cada una estudiaba: el sonido de hojas pasando, un sorbo de té, el click del teclado. No era silencio incómodo. Era presencia. Como si bastara con que la otra existiera ahí, en una pantalla, para que el mes no se tragara todo.

Charlotte solo se permitía esa clase de calma con Giulia. Con nadie más el silencio dejaba de ser un examen.

Y por eso mismo, con el otoño, empezó a pasar algo que no parecía grande, pero lo era en un idioma secreto.

Giulia se volvió presente en los detalles.

No lo anunció. No lo preguntó. Solo ocurrió.

En una de esas llamadas —como cualquiera, como todas— Charlotte le contó que tenía debate de teoría política el jueves, que el profesor era un imbécil brillante y el grupo rival tenía argumentos flojos pero mucha retórica. Lo dijo sin dramatizar, como quien enumera tareas para no pensar en otras cosas.

Giulia escuchó, hizo una broma y cambió de tema como si nada.

Dos días después, cuando Charlotte volvió a su apartamento por la noche, había un ramo en la recepción del edificio…

Flores blancas y verdes, sobrias, enormes, como si no hubieran tenido derecho a existir en un campus donde todo intenta verse práctico. No había nota, no había remitente, no había llamada preguntando “¿te gustaron?”.

Pero Charlotte supo.

Lo supo como se saben las cosas que te han tocado una parte secreta del cuerpo.

Se las llevó a su cuarto sin decirle a nadie. Las puso en el escritorio, al lado de la laptop. Estudió con ellas ahí, como si fueran una forma de vigilancia dulce.

No le escribió a Giulia esa noche.

No porque no quisiera agradecer. Porque si le decía algo, tenía que abrir una puerta que no estaba segura de querer abrir todavía.

En la siguiente videollamada, Giulia apareció con cara de “qué bueno verte” y un suéter gris enorme que la tragaba entera.

Charlotte la miró dos segundos antes de hablar.

—Me llegaron flores.

Giulia ni se movió. Sonrió despacio, como si le hubieran confirmado algo que ya sabía.

—Ah.

Charlotte esperó una explicación que no llegó.

—No tenían nota.

—Qué raro —dijo Giulia, con inocencia de superficie.

Charlotte ladeó apenas la cabeza.

—Eran tuyas.

Giulia no lo negó. Tampoco lo confirmó con palabras. Solo levantó las cejas como diciendo ¿y?

Charlotte apretó la mandíbula para que no se le escapara una sonrisa.

—Gracias.

Giulia bajó la mirada un segundo, casi imperceptible, incómoda con la ternura directa.

—De nada, Queen.

Y siguieron hablando de otra cosa, como si no acabaran de aceptarse algo sin decirlo.

Después de eso, Giulia empezó a memorizarle el mes.

Charlotte le contaba sin querer: parciales de macro, presentación en el club de negocios, examen de derecho corporativo, un debate interno, una reunión rara con un decano que olía a futuro húmedo. Lo contaba como quien enumera tareas para no pensar en otra cosa.

Giulia lo guardaba. Como si el calendario de Charlotte fuera también suyo.

Una semana antes de un examen, llegaban flores.

Nunca iguales. Nunca exageradas. Siempre exactas en el idioma de Charlotte: elegantes, sobrias, casi agresivas en su belleza. Llegaban sin anuncio, sin seguimiento. Giulia no preguntaba si habían gustado, no decía “te envié algo”. Solo las dejaba aparecer.

Y Charlotte, que estaba acostumbrada a que todas las cosas bonitas vinieran con condición, empezó a reconocer esa forma rara de cuidado que no pedía nada de vuelta.

No se volvió suave.

Se volvió… más consciente de que alguien la miraba sin agenda.

El ramo más grande llegó en su cumpleaños.

Era noviembre. La semana más cruel del semestre. Harvard estaba en modo guerra: parciales como bombardeo, cafés fríos, ojeras que ya no disimulaban nada. Charlotte no había dicho ni una palabra sobre celebrar. No había espacio. Ni tiempo. Ni cuerpo.

Ese día, cuando salió de una clase y caminó de regreso a su apartamento con los dedos entumecidos por el frío, el portero del edificio la llamó por su apellido.

Queen.

Como si esa palabra todavía le perteneciera de otra forma.

En el lobby había un ramo imposible. Rosas rojas por docenas. Oscuras, pesadas, vivas. Tenían una sola tarjeta metida entre los tallos: papel crema, letras doradas.

“Feliz cumpleaños, Queen.”

Nada más.

Charlotte se quedó mirándolo un segundo largo.

Sintió el golpe en el pecho como una cosa que no era nostalgia ni alegría. Era… reconocimiento. Una forma de “te veo” que no le pedía que hiciera nada con eso.

Se lo llevó arriba sin flotar.

Lo puso cerca de la ventana, donde pudiera verlo mientras estudiaba, pero sin que la distrajera demasiado.

Esa noche no hubo llamada.

Giulia no llamó a felicitarla. No por falta de ganas, ni por miedo a que Charlotte se quebrara por un teléfono. Simplemente porque conocía el terreno.

Sabía que para Charlotte el cumpleaños no era un altar; era una fecha más en la lista, y en noviembre esa lista era puro fuego. Sabía también que, si la llamaba, Charlotte le contestaría igual —seca, presente, sin drama— pero con la cabeza en otra parte. Y Giulia no iba a convertir un gesto en una interrupción.

Jugaba a su favor: dejar la marca sin pedir escena.




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