Dos años y medio pasaron con la eficiencia fría con la que pasa lo inevitable.
Cinco semestres más. Cinco temporadas donde Charlotte siguió haciendo exactamente lo que había prometido sin prometerlo nunca: volverse más tiburón, más precisa, más peligrosa en el buen sentido de la palabra. Harvard la obligó a pensar con filo. El imperio Queen la obligó a aprender a usarlo sin temblar.
Durante esos años, su vida se partió en dos calendarios que no negociaban entre sí:
el universitario, con lecturas que olían a pólvora, debates que eran duelos, parciales que se sobrevivían como guerras cortas;
y el de vacaciones en Nueva York, donde ya no era “hija de visita” sino herramienta en formación. Cada receso la devolvía al edificio de Interscope con una tarjeta que decía “segundo al mando en entrenamiento”, aunque nadie lo escribiera así. Richard la hacía entrar sin ceremonia, le soltaba trozos reales de negocio, y ella los sostenía con dientes nuevos.
Se volvió más completa.
Aprendió a mandar sin subir el volumen. Aprendió a identificar quién estaba mintiendo por el orden de los números. Aprendió a escuchar una junta como si fuera partituras: no toleraba desafinados, pero no necesitaba humillarlos para corregirlos.
Y aprendió algo más raro: a no explotar por dentro cuando las cosas la tocaban.
Eso último no lo aprendió en Harvard ni en Interscope.
Lo aprendió en una pantalla.
Porque la cuerda intacta siguió ahí.
La videollamada mensual no era novedad ni evento. No la habían “empezado” después de nada. Venía de antes, de años, de cuando era una forma simple de no desaparecerse. Y siguió siendo eso: costumbre antigua, compañía que no pedía nombre.
A veces hablaban. A veces no.
Había meses enteros donde dejaban la llamada abierta mientras cada una trabajaba en su lado del mundo: Giulia con ojeras de guardia, el cuello de la pijama hospitalaria manchado de café; Charlotte con el pelo recogido, rodeada de libros, subrayando con violencia. El silencio entre ellas no era raro. Era funcional. Era una manera de decir “no te suelto” sin interrumpirte.
Y no se vieron en persona en todo ese tiempo.
Charlotte no podía. No quería. No lograba abrir ese hueco en el calendario sin sentir que estaba cediendo terreno.
Giulia también. Progresaba en medicina con esa determinación extranjera que no necesita permiso: internado, turnos absurdos, noches de cinco horas dormidas, ensayos y cartas de recomendación que redactaba en cafeterías de hospital porque la vida la empujaba cuando podía.
Estaba empezando su último año de internado. Ahora su mapa era doble:
—Pediatría en la Clínica Mayo de Arizona, que empezaba a verse como la opción más real;
—o Sant Joan de Déu en Barcelona, hermoso y feroz, pero más lejos del único lugar que en secreto le importaba como posibilidad.
Mayo se dibujaba como cercanía, sí.
Pero después de tanto tiempo, ninguna de las dos sabía ya qué tipo de relación sería la que encontrarían si el mapa por fin les juntaba las coordenadas.
La línea se les borró.
Los ramos siguieron llegando.
Los detalles de Giulia siguieron apareciendo sin pedir escena: en un examen clave, en un debate grande, en una semana dura. A veces era amor viejo. A veces era amistad íntima. A veces era pura costumbre aprendida en el cuerpo.
No dejó de ser importante solo porque nadie lo definiera.
Al contrario: se volvió algo que no necesitaba ser explicado para existir.
Y entonces llegó la graduación de Charlotte.
La ceremonia fue impecable como todo lo que la rodeaba.
Una cena elegante después, una celebración con Richard en la que por primera vez en años hubo algo parecido a descanso compartido, aunque fuera breve. Evelyn acompañó con esa belleza exacta de siempre. Hubo brindis, frases cortas, fotos medidas.
Charlotte ganó lo que tenía que ganar: reconocimientos, menciones, respeto formado con sangre fría. No celebró como una chica de veinticuatro. Celebró como quien acaba una etapa para empezar otra más grande.
Charlotte ganó lo que tenía que ganar: reconocimientos, menciones, respeto formado con sangre fría. No celebró como una chica de veintidós. Celebró como quien acaba una etapa para empezar otra más grande.
Esa noche, cuando por fin volvió sola a su departamento, el silencio le cayó encima como un abrigo pesado.
Richard y Evelyn tenían reserva en un hotel de la ciudad.
“Para que descanses”, dijo Evelyn.
“Para que no perdamos la costumbre de mantener distancia”, leyó Charlotte sin decirlo.
Se quitó los tacones, dejó el blazer en una silla, se miró al espejo un segundo.
Seguía con el outfit de triunfo.
Pero estaba sola.
Se estaba sirviendo agua cuando sonó el tono de Skype.
No era la fecha.
Faltaba una semana.
Charlotte miró la pantalla como si fuera una anomalía estadística.
La llamada entrante decía: Giulia.
Parpadeó una vez.
Contestó sin apuro.
La cámara mostró a Giulia en una sala de descanso de hospital, con el pelo recogido a medias, cara cansada y limpia, pijama azul claro, un vaso de café más grande que su mano. Ojeras de guerra. Ojos vivos.
Giulia la vio… y se le aclaró la cara como si hubieran encendido una luz.
—Ahí estás —dijo, como si hubiera estado buscándola en una ciudad—. Te ves… jodidamente bien, Queen.
Charlotte dejó la water bottle en la encimera, sin sonreír todavía.
—¿No estás de guardia?
—Sí. Me dieron dos horas para sentarme sin que alguien se muera al lado. —Se acomodó el café frente a ella—. Y lo primero que hice fue llamarte. No me regañes.
Charlotte ladeó un poco la cabeza.
—No iba a regañarte.
Giulia sonrió, cansada y feliz.
—Te queda ese traje como si fueras a comprar un país.
—No me tientes —dijo Charlotte, seca, pero con un brillo chiquito en los ojos.
Giulia soltó una risa baja.