La oficina nueva olía a vidrio recién desempacado y a madera que todavía no había aprendido a ser de alguien. Era el mismo piso que el de Richard. No al lado —eso sería ternura—, pero lo suficientemente cerca para que el mensaje fuese exacto: estás aquí, te veo, te vigilo, te empujo.
Charlotte entró sin ceremonia, porque las ceremonias son para la gente a la que le tiembla la mano frente al poder. Ella no temblaba. Solo respiró una vez, midió la vista sobre Manhattan como quien mide un tablero, y dejó la carpeta sobre el escritorio.
Richard estaba detrás, quieto, una sombra con traje perfecto.
—Es tuya —dijo, como quien entrega un arma que ya pertenece.
Charlotte no se volteó enseguida.
—¿Desde cuándo te sobran oficinas?
Richard soltó una sonrisa mínima, sin humor.
—Desde que dejaste de necesitar permiso para ocuparlas.
Eso era lo más parecido a un elogio en su idioma. Charlotte lo registró sin responder. Miró el espacio otra vez: mesa larga de reuniones, dos sillones de cuero demasiado nuevos, una pared completa de vidrio con la ciudad entera de fondo. Podía ver la oficina de Richard al otro lado del pasillo como si fuera una extensión de esta. Como si la línea entre “su mundo” y “el mío” ya fuese un papel demasiado fino.
Richard dejó un sobre sobre el escritorio. No era elegante. Era práctico.
—Tu apartamento en Massachusetts y el coche ya están vendidos. Hoy.
Charlotte giró al fin. No sorpresa. Solo confirmación.
—Bien.
—Te prometí que si cumplías, yo también.
Charlotte vio el brillo de metal en el sobre antes de abrirlo. Dos llaves distintas, pesadas, frías. Una tenía el logo de Toyota. La otra no tenía nada, lo cual era más caro.
Richard habló con la misma calma con la que firmaría un contrato.
—Land Cruiser. Nueva. A tu nombre. Penthouse en la Gran Manzana. Al tuyo también. Seguridad incluida.
Charlotte dejó las llaves sobre la mesa como si fueran evidencia.
—¿Eso es un premio o una forma de amarrarme?
Richard la miró fijo. No se ofendía con preguntas así.
—Las dos. —Pausa—. No te amarraría con algo que no te conviene.
Charlotte soltó aire por la nariz. Si alguien más hubiera dicho eso, se habría reído. Con Richard no era risa. Era entender el tipo de jaula que te construyen con puertas doradas.
—¿Y tú? —preguntó, directa—. ¿Te vas a quedar aquí?
Richard miró hacia el vidrio, a la ciudad que ardía sin pedirle permiso.
—Voy a estar entre Nueva York y Suiza este año. —No explicó más. No lo hacía nunca.
Pero Charlotte oyó lo que no dijo: el retiro en Suiza, el siguiente paso natural para sus padres, el rumor de una vida sin él en la oficina. Un vacío que se venía. Una herencia que se iba cerrando como una mano.
Richard volvió a verla.
—A ti te voy a ir soltando la correa. —Lo dijo sin metáfora bonita, porque él no tenía eso—. Pero no confundas correa suelta con libertad.
Charlotte ladeó la cabeza, casi divertida.
—Tranquilo. La libertad no me interesa. El control sí.
Richard asintió. Eso era lo que quería oír.
—Perfecto. Por fin entendiste. Entonces esta oficina no es un favor. Es un puesto de trabajo.
Charlotte no dijo “gracias”. Nunca lo iba a decir. Solo tomó el sobre con las llaves y lo guardó en su bolso como quien guarda una promesa peligrosa.
Ese mismo día, cuando salió del edificio con el sol de Manhattan rebotándole en los lentes, vio la Land Cruiser estacionada al frente. Negra, masiva, imponente. Un animal de ciudad con músculos de guerra.
Charlotte la miró un segundo y pensó, sin querer, que era un chiste de Richard: un tanque para un perro rabioso con hambre que él mismo había entrenado.
Se subió sin dudar. El interior olía a cuero nuevo y a posibilidades que no venían con ternura.
No sonrió. Pero el pulso sí le subió.
Los meses siguientes fueron un incendio largo con traje.
Charlotte se consumió en trabajo como si el trabajo fuese un acto de fe. Llegaba antes que todos. Se iba después de todos. Lo hacía sin quejarse, sin pedir validación, sin necesitar que nadie le dijera “bien hecho”. Ese músculo ya lo tenía atrofiado desde niña.
Richard no la frenaba. Richard la observaba. A veces corregía con una palabra. A veces solo dejaba que se estrellara contra una pared lo bastante blanda como para no romperse pero lo bastante dura como para aprender.
—No negocies por orgullo —le dijo un jueves, sin levantar la vista de un informe.
Charlotte lo miró con hielo controlado.
—No negocio por orgullo. Negocio por ventaja.
Richard se permitió una microsonrisa.
—Entonces aprende cuándo la ventaja es dejar que el otro crea que ganó.
Charlotte tomó nota en silencio.
El mundo de Interscope la tragó como te traga una ciudad cuando decides que ya eres parte.
Y por primera vez Charlotte se vio en mesas donde no bastaba ser inteligente: había que leer humo, hambre, vanidad, trauma, deseo.
Empresarios con corbatas que valían más que un semestre de Harvard. Abogados con dientes de tiburón. Managers que hablaban como si cada frase fuera una amenaza escondida en terciopelo. Celebridades que entraban al cuarto con una nube propia alrededor
Charlotte jamás imaginó terminar lidiando con divos de la música. Con egos que se creían dioses porque sonaban en radio. Con artistas que querían cláusulas imposibles, cronogramas caprichosos, trato de leyenda mientras todavía no habían aprendido a hacer una reunión puntualmente.
Pero lo hizo.
Lo hizo porque tenía ese talento camaleónico: la frialdad empresarial y el carisma afilado eran dos caras de la misma moneda. Podía ser concreta con finanzas a las nueve y magnética con un cantante irritante a las nueve y diez. Podía cambiar el tono de la voz igual que cambia el filo de una navaja.
A medida que el tiempo pasó, aprendió una cosa que al principio le dio asco y después le dio poder.