Marzo en Suiza tenía otra luz. No era invierno del todo ni primavera todavía: era ese punto exacto donde el frío deja de ser una orden y empieza a ser un hábito.
Charlotte llegó con la misma precisión con la que llegaba siempre: sin anunciar cansancio, sin mostrar expectativa. Pero la llevaba en la sangre igual. La llevaba con filo.
Había esperado —sin admitirlo en voz alta— que ese viaje fuera la confirmación final de algo que ya venía oliendo desde hacía meses: el retiro de Richard. La entrega completa. El “ya está, te toca.”
Era lógico en su cabeza. Lógico en el tablero. Lógico en cada cosa que él le había exigido.
Por eso, cuando Evelyn le dijo por teléfono que “tenían algo importante de qué hablar”, Charlotte sintió ese pequeño salto interno que no se permitía nunca. Ese que viene cuando crees que por fin vas a dejar de entrenar y vas a empezar a comandar.
La casa en Zúrich estaba impecable como siempre. Silenciosa de un modo casi hostil.
Charlotte entró al despacho sin tocar, como quien ya tiene derecho al cuarto hace años.
Y se quedó quieta.
La mesa larga, esa mesa donde tantas veces había sido interrogada como una acusada, estaba llena de fotos.
No de contratos.
No de diagramas.
Fotos impresas. Brillantes. Desordenadas a propósito.
Un bebé.
Un diminuto y delgado bebé de ojos enormes y café oscuro, como dos pozos tranquilos. En algunas fotos dormía con la boca abierta, recién parida al mundo; en otras tenía los ojos abiertos mirando a la cámara como si ya supiera algo que los adultos no. Una de ellas era demasiado cruda: la bebé envuelta en una manta gris de estación de bomberos, un monitor de hospital al fondo, luz de madrugada.
Charlotte parpadeó una vez, como si aún no hubiera cargado la escena.
Levantó la vista.
Por primera vez no era Richard en el sillón tras el escritorio.
Era Evelyn.
Sentada en su lugar con una postura distinta, más recta, más expuesta. La miraba expectante, casi nerviosa. Como si no supiera qué cara poner.
Y ahí Charlotte entendió por qué era importante que estuviera ahí.
Richard no cedía el control ni literal ni simbólicamente, lo había aprendido en veintiséis años de llevarle la contraria. Si Evelyn estaba en ese asiento, era porque esto no era una jugada de Richard solo.
Era de los dos.
Evelyn se aclaró la garganta.
—Hola, cariño.
Charlotte no respondió “hola”. No por frialdad vacía. Porque estaba ocupada intentando entender el tablero.
—¿Qué es esto? —preguntó al fin, voz neutra, baja.
Evelyn se miró las manos, luego volvió a mirarla.
—Quiero que lo veas primero, antes de que te lo contemos como un informe.
Charlotte dio un paso lento hacia la mesa. Tocó una foto con la punta de los dedos. La levantó.
La bebé tenía los ojos abiertos y la cara chiquita arrugada como si estuviera practicando existir. Había algo casi brutal en lo indefensa que se veía.
Charlotte sintió un tirón raro en el pecho. No ternura ya. Algo más viejo. Algo que no quería nombrar.
—¿Quién es? —preguntó, y la pregunta le salió más humana de lo que esperaba.
Evelyn respiró como si hubiera estado sosteniendo el aire desde que Charlotte entró.
—Richard y yo hemos pensado… que podría llamarse Sophia.
Charlotte alzó una ceja, esperando lo que faltaba.
Entonces apareció Richard.
No salió de la sombra como villano. Salió como dueño del lugar. Se paró detrás de Evelyn, le puso las manos sobre los hombros con un gesto que no era romántico: era alianza.
—La vida nos premió con mucho —dijo él, sin preámbulos—. Y con una hija que hace honor al esfuerzo.
Charlotte clavó la mirada en él. Ese cumplido no la acarició. La pinchó.
Sabía reconocer las artimañas. Aunque esta vez no era para ganar aprobación: era para sostener el argumento que venía.
Richard siguió, con el tono de alguien que ya tomó la decisión antes de sentarse.
—Hace tiempo venimos pensando en adoptar. —Pausa seca—. Darle oportunidad a un bebé. —Otra pausa—. Y desde que nos enviaron las fotos de esta niña… no hemos dejado de pensar en ella.
Evelyn tomó la palabra, más suave pero no menos firme.
—Tiene apenas un par de días en el sistema. La dejaron en una estación de bomberos en Nueva York con el cordón aún pegado. Sin pañal. Sin nota. Los bomberos la cuidaron un par de días antes de llevarla al hospital. Está estable. Nada que un buen medico no pueda aliviar. —Tragó saliva—. Y… está en Nueva York. Todo está listo para ir a conocerla.
Charlotte dejó la foto sobre la mesa con cuidado. Se enderezó.
—¿Y yo qué tengo que ver con eso?
Evelyn la sostuvo con la mirada.
—Que tendrías una hermanita. A los veintiséis. —Trató de sonreír—. Y era importante que lo supieras.
Charlotte soltó una risa corta, sin humor.
—Mi opinión no fue relevante para planear mi propia vida… ¿por qué lo sería con la vida de alguien más?
El aire se cortó.
Richard la miró mal, directo. Ese gesto suyo de “no me hagas perder tiempo.”
—Pensé que habías madurado.
Charlotte no se achicó.
—Por supuesto que lo hice. —Pausa—. Lo que no entiendo es qué papel juego ahí.
Evelyn abrió la boca para responder, pero Richard habló primero, con ese tono que corta antes de que se abran bifurcaciones.
—No es un debate. Es una información.
Charlotte lo miró fijo.
—Entonces dámela completa.
Evelyn interrumpió antes de que Richard se endureciera más.
—Escucha, Charlotte. —No usó “cariño.” Usó nombre. Eso ya era posición de negocios para ella—. Tu padre y yo somos mayores. No lo suficiente para no poder hacerlo… pero sí lo suficiente para pensar en un plan b para la niña.
Charlotte soltó una risa más larga, mordida de cinismo.
—Ah.
Richard exhaló, impaciente.
—No empieces.
Charlotte lo ignoró y se volvió hacia Evelyn.