Charlotte

Capítulo 53. — Cosas que no caben en un tablero.

Esa tarde Nueva York no tenía clima; tenía ruido.

Charlotte dejó a sus padres en la casa de Manhattan con la misma precisión con la que siempre dejaba las cosas importantes: sin despedidas largas, sin preguntas de más. Richard y Evelyn entraron con prisa contenida, como si la ciudad fuera un trámite entre ellos y la bebé. Charlotte recogió su coche del garaje, dio las gracias al portero sin mirarlo del todo y salió a la calle con el volante firme.

No tenía que ir a la oficina. No esa tarde.

Pero tampoco sabía a dónde ir con el cuerpo.

Mientras conducía por la Quinta Avenida, el tráfico se abría y se cerraba como un animal indiferente. Charlotte no lo veía. Su mente estaba en otro sitio.

En la cara diminuta de Sophia.

En esos ojos café enormes que no eran un concepto, ni una foto, ni un argumento en el despacho de Zúrich. Eran ojos de verdad. Ojos que habían parpadeado frente a ella, que la habían mirado como si ya supieran algo.

Charlotte reprodujo ese instante una y otra vez, como quien se mete el dedo en una herida solo para confirmar que sigue ahí.

La estación de bomberos.

La manta gris.

El peso casi inexistente entre cobijas.

Los brazos de Evelyn sosteniéndola como si la vida por fin fuera algo suave.

Y ella… ella detrás, quieta, sin acercarse y aun así sin poder irse.

Cursi, pensó por reflejo.

Pero no era cursi.

Era peligroso.

Llegó a su edificio cuando ya estaba oscuro. Aparcó con movimientos automáticos y, al entrar al penthouse, se permitió un gesto que no era costumbre: se quitó los tacones antes de cerrar la puerta.

Los dejó caer al mármol con un sonido corto.

Retumbaron como si fueran un disparo dentro de una catedral vacía.

Ese sonido la aturdió.

La obligó a estar en casa.

Y la casa, por raro que sonara, no era ese piso blanco y enorme con vistas a media ciudad.

La casa era esa imagen del bebé que no la dejaba en paz.

Charlotte caminó directo al estar sin prender todas las luces. Solo las mínimas. Necesitaba penumbra para pensar sin sentir que la estaban mirando.

Abrió el bolso.

Sacó la fotografía que se había guardado en Suiza sin entender por qué.

La puso sobre la mesa de centro como si fuera una evidencia.

Se sirvió un trago. Uno solo. Ni más ni menos. El tipo de alcohol que no emborracha, solo ordena.

Se sentó en el sofá inmenso con una pierna recogida debajo, una postura que nunca adoptaba cuando había alguien mirando.

Miró la foto.

Sostuvo el vaso.

Respiró.

—No— se dijo a sí misma, bajito, como si la palabra pudiera desmontar el hechizo.

Pero no desmontó nada.

Porque no era hechizo.

Era memoria nueva.

Los días siguientes pasaron con una docilidad falsa.

Charlotte volvió a ser Charlotte: reuniones, llamadas, contratos, rostros importantes que esperaban de ella lo de siempre: exactitud, filo, método.

Y ella lo dio todo.

Solo que, entre un correo y una junta, entre una negociación y un trayecto en el ascensor, algo le pasaba por dentro.

Un minuto al día.

A veces menos. A veces más.

Un minuto en que su mente se escapaba sola hacia Sophia: hacia el tamaño, hacia la fragilidad, hacia el hecho brutal de que alguien la había dejado sin pañal en una estación de bomberos.

Charlotte se sorprendía pensando:

¿Quién hace eso?

Y luego se sorprendía más pensando otra cosa peor:

¿Quién no vuelve por ella?

No lo decía en voz alta.

Ni siquiera lo escribía.

Pero el pensamiento regresaba como regresan las mareas.

A media semana se encontró mirando ropa de bebé en internet sin darse cuenta.

Cerró la laptop con rabia.

Como si alguien la hubiera descubierto haciendo algo indecoroso.

El viernes por la mañana estaba en su oficina. Dos pantallas encendidas, el escritorio limpio de ese tipo de limpieza que en ella era protocolo. Tenía un deck abierto, un contrato a medio revisar, una lista de llamadas por devolver.

La puerta se abrió sin llamar.

Charlotte no levantó la vista enseguida.

No hacía falta.

Nadie entraba así salvo una persona.

—Buen día— dijo Richard, sin ceremonia. Parado en el umbral como si el umbral fuera suyo.

Charlotte siguió subrayando un punto del contrato.

—¿Qué pasó?

Richard cerró la puerta detrás de él, como quien corta el ruido del mundo para dejar instalado solo lo que importa.

—Hoy nos la entregan provisionalmente.

Charlotte se quedó quieta, el marcador detenido sobre el papel.

No era sorpresa.

Era el golpe del momento volviéndose real.

Richard lo dijo serio, como se dicen las cosas grandes en esa familia: sin adornos.

Pero Charlotte alcanzó a ver el brillo en sus ojos antes de que lo enterrara.

Ese brillo que Richard no se permitía casi nunca.

Ese brillo de hombre que de pronto no está ganando un tablero sino recibiendo algo vivo.

Charlotte tragó aire.

—Ok.

Su voz salió neutra. Controlada.

Se obligó a mover la mano otra vez.

—Yo me encargo de lo de aquí.

Richard asintió una vez.

—Evelyn…

Pausa.

No era una pausa dramática.

Era una pausa de Richard eligiendo palabras, cosa rarísima.

—Evelyn quiere que estés en casa cuando lleguemos con ella.

Charlotte levantó la vista, por fin.

—¿Para qué?

Richard la miró con ese gesto de “no te hagas la tonta, no es tu estilo”.

—Porque eres su hermana. —Y antes de que Charlotte abriera la boca para disparar algo cínico, agregó, seco—. Y porque mi esposa, tu madre, así lo quiere.

Charlotte lo sostuvo con la mirada, como si estuviera midiendo si era una orden o una invitación.

Richard no le dio más material.

Se dio media vuelta y salió del despacho con la misma rapidez con la que había entrado.

Como si no tuviera derecho a demorarse en eso.




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