Pasaron dos días sin que Richard apareciera por las oficinas de Interscope y, para cualquiera más, eso solo habría sido una anécdota de calendario. Para Charlotte no. En su mundo las ausencias tenían intención, y la intención siempre dejaba huella.
El sábado en la mañana la encontró prácticamente sola en el edificio. El silencio no era vacío; era infraestructura. Le gustaba. Le gustaba que los teléfonos no sonaran como pájaros histéricos, que no hubiera secretarias cruzando pasillos con carpetas como si fueran vendas, que ningún ejecutivo entrara sin tocar a meter urgencias ajenas en su escritorio. Le gustaba que el edificio respirara despacio. Le recordaba algo que rara vez decía en voz alta: que el poder también puede ser calma cuando nadie la mira.
Estaba en su oficina, blazer puesto aunque no hubiera nadie que verlo, con los gráficos de ventas abiertos en la pantalla. Había una taza de café frío a un lado, porque los sábados no eran para placer, eran para precisión. Estaba haciendo lo suyo cuando el sonido de Skype cortó la quietud como una aguja.
Era la llamada mensual.
No era sorpresa. Era costumbre. Era un pedazo de cuerda que existía antes de todo esto y seguía ahí sin pedir explicaciones. Charlotte aceptó sin cambiar la cara. La cámara se abrió y dejó entrar a Giulia en un rectángulo de luz distinta.
Giulia estaba en un café cerca de la clínica, todavía con la huella del turno en la postura. Pelo recogido a medias, ojeras limpias de maquillaje, un vaso grande de café junto a un plato de algo que contaba como desayuno tardío. Tenía esa calma agotada de quien ya vio demasiadas cosas a las diez de la mañana.
—Hey, Queen —dijo, sonriente, sin ruido de celebración.
—Hey.
No hubo más apertura. No había preguntas “¿cómo estás?” ni ritual nuevo. Solo ellas dos, existiendo a distancia.
Charlotte volvió los ojos a la pantalla de sus ventas. Giulia partió un pan con paciencia. Durante varios minutos no hicieron nada más que acompañarse en silencio, como tantas veces. El sonido ambiente de Giulia era cuchara contra taza, murmullos lejanos, alguna puerta que se abría. El de Charlotte era un aire acondicionado disciplinado y el leve clic del teclado.
En algún punto Giulia levantó la mirada, estudiándola desde su propia pantalla como si tuviera acceso a una capa más profunda.
—¿Te pasó algo?
Charlotte no se movió.
—No.
Giulia no sonrió. Solo ladeó la cabeza, insistente sin ser dramática.
—Te conozco.
Charlotte sostuvo la mirada con la misma frialdad medida con la que sostenía juntas difíciles.
—Entonces sabes que si hubiera pasado algo, ya lo habrías escuchado.
—Eso es mentira elegante —dijo Giulia, con la voz suave, pero firme—. Hay cosas que no me dices. Y cuando no me las dices, tu cara no cambia, pero tu silencio sí.
Charlotte dejó que el comentario se estrellara y no entrara.
—Estoy bien.
Giulia apoyó los codos en la mesa. Se quedó mirándola en serio.
—¿Charlotte?
Fue solo su nombre. Sin título, sin broma. Como una mano en el borde de algo.
Charlotte no respondió con palabras. Bajó la vista y abrió otra pestaña de datos, como si el gesto fuera una conversación en sí misma.
Giulia la observó un segundo más. Luego soltó una exhalación discreta, resignada a su ritmo.
—Ok —dijo, aceptando el límite sin aprobarlo—. No te voy a arrancar nada.
Charlotte no agradeció. Tampoco se relajó. Solo existió en el borde de la pantalla.
Hablaron dos frases más, ninguna importante: un comentario vago sobre el clima en Nueva York, una risa mínima sobre un profesor insoportable de Giulia. Nada se quedó a vivir. Diez, quince minutos después, la llamada se murió sola, como se mueren las cosas que no necesitan ceremonia.
—Cuídate —dijo Giulia al final, sin presionar.
—Tú también.
La pantalla se apagó.
Charlotte no se quedó pensando en eso. No en palabras. Solo sintió esa vieja incomodidad: Giulia había visto algo que ella no había decidido mostrar. Y la incomodidad, en Charlotte, siempre se convertía en trabajo.
Pidió algo para almorzar por teléfono, como quien manda un memo. Media hora después alguien de seguridad subió con el paquete. Charlotte estaba comiendo cuando notó que el guardia había dejado la puerta abierta. Iba a levantarse a cerrarla sin pensar, por reflejo. En el pasillo el aire estaba quieto, la luz más blanca de lo normal.
Al otro extremo, la oficina de Richard estaba cerrada.
Eso fue lo raro. Una rareza pequeña pero quirúrgica.
Si alguien le había enseñado el secreto de los sábados en la oficina, había sido él. “Los sábados se gana terreno porque el resto está dormido”, le dijo una vez. Y él nunca dormía el sábado.
Charlotte dio dos pasos sin darse cuenta. Estuvo a punto de entrar a la oficina de su padre para comprobar si solo era un recuerdo mal colocado, pero se topó con la secretaria de Richard recogiendo sus cosas para irse. Era una mujer precisa, de esas que parecen tener reloj interno para no cometer errores nunca.
Charlotte no perdió tiempo con prefacios.
—¿Mi padre llegó hoy?
La secretaria parpadeó, un gesto mínimo de sorpresa que se resolvió en profesionalismo inmediato.
—No, señorita Queen. No vino esta mañana.
La palabra “no” se le instaló en el pecho como una piedra fría.
—¿Avisó algo?
—No. —Pausa breve—. No recibí instrucciones.
Charlotte asintió lento. Pensó dos segundos.
—Antes de irte, llama a mi madre. Alguna excusa. Pregunta si necesitas enviar algo a la casa, lo que sea. Solo… asegúrate de que todo esté bien.
La secretaria no preguntó por qué. Con Charlotte nadie preguntaba “por qué” si ella ya había pedido algo.
—Sí, señorita.
Charlotte regresó a su oficina. Empujó el plato a un lado sin terminarlo. Se sentó y dejó que la pantalla con los gráficos siguiera ahí, pero ya no la estaba mirando. Los minutos empezaron a alargarse con algo que no era ansiedad, pero se le parecía peligrosamente.