Charlotte bajó del coche en la pista sin mirar alrededor porque ya conocía esa coreografía como se conocen las rutas de escape. No había viento que le moviera el pelo ni escena que le cambiara el paso. El avión privado de Interscope estaba a pocos metros, con la puerta abierta y la escalera desplegada como si lo hubiera estado esperando desde siempre.
Subió directo, sin prisa visible. A bordo estaban sus padres, la tripulación y Sophia envuelta en un pequeño universo de mantas claras. La puerta se cerró apenas ella cruzó el umbral, y el sonido del sello hermético le hizo sentir —por un segundo breve— que el mundo de afuera quedaba suspendido, inútil.
Evelyn estaba sentada en uno de los sillones grandes, con la bebé pegada al pecho. Richard permanecía de pie a un lado, hablando con alguien de la tripulación con esa voz baja que no pide permiso. Charlotte tomó asiento frente a su madre, cruzó una pierna sobre la otra, apagó el teléfono y lo dejó en su bolso como quien mete una pistola en seguro.
Los pilotos hicieron el anuncio de despegue hacia Arizona. Una voz tranquila, mecánica, enumerando datos como si no fueran a transportar a una recién nacida enferma y a dos adultos que recién estaban aprendiendo a respirar distinto.
Solo entonces Charlotte se permitió hablar.
—¿Esa doctora que los va a ver… de dónde es?
Richard giró la cabeza hacia ella. No parecía sorprendido por la pregunta. Parecía esperarla.
—Clínica Mayo. Pediatría y genética.
Charlotte asintió apenas. El gesto fue mínimo, pero adentro sintió el golpe raro de los mapas que por fin se tocan. Mayo no era solo un hospital; era el lugar donde Giulia estaba. El lugar que, sin planearlo, llevaba años orbitando su vida. Y ahora estaban volando hacia allá sin aviso, sin margen para preparar nada, con una lista de diagnósticos que pesaba más que cualquier contrato.
Miró a Sophia. La bebé dormía con una calma frágil. No lloraba. No se movía demasiado. Su respiración era pequeña, casi administrativa. A Charlotte le crispó algo en la nuca esa quietud. No era miedo que pudiera nombrar. Era una alerta nueva que no tenía todavía instrucciones internas.
El vuelo duró lo que tenía que durar. No hubo caos. No hubo llanto interminable. Hubo silencio, una clase de silencio que Charlotte no esperaba jamás de un avión con bebé. Sophia se quejó apenas dos veces: un sonido suave, animal, que Evelyn calmó sin palabras, con una mano en la espalda diminuta y un balanceo instintivo que no le conocía. Richard observaba cada movimiento como si estuviera aprendiendo a leer un idioma extranjero a primera vista.
Charlotte se quedó callada. No por indiferencia. Por vigilancia. Tenía los ojos puestos en Sophia casi todo el viaje, pero también en sus padres, en cómo se movían alrededor de ella, en cómo el aire del avión parecía haberse vuelto otra cosa desde que esa bebé estaba ahí.
Al caer la tarde aterrizaron. Seis de la tarde, luz dorada de desierto entrando por las ventanas pequeñas. El avión tocó pista con suavidad de maquinaria cara, y Charlotte sintió el estómago estabilizarse como si el cuerpo hubiera estado en tensión sin que ella lo hubiera permitido.
El hombre de confianza de la familia fue el primero en bajar, como siempre. Abría camino con su discreción militar. Charlotte lo siguió y vio dos coches con choferes esperándolos en la pista. Todo estaba medido al milímetro, como si el dolor también se pudiera administrar con logística.
Subió al segundo coche sin discutirlo. Era lo normal: Evelyn y Richard en el primero, con Sophia. Ella detrás. A distancia, pero adentro del círculo.
Recuperó la vista de ellos cuando, ya fuera del coche, vio acercarse a un par de enfermeros —o algo que suponía enfermeros— junto a una mujer rubia alta en bata blanca. El grupo se detuvo frente a la camioneta principal. Charlotte bajó entonces también, caminó hacia ellos con el paso firme de siempre, sin acelerar, sin dudar.
Evelyn se acomodó en una silla de ruedas con Sophia en brazos. Richard le habló a la doctora en tono de negocios educados.
—Doctora Babovic-Vuksanovic, gracias por recibirnos con tan poco aviso.
La mujer le dio la mano sin ceremonia.
—Para eso estamos aquí. Vamos a ir directo a pediatría.
Su inglés era claro, su voz serena, el tipo de calma que no es indiferencia sino costumbre de sostener urgencias ajenas.
Richard giró hacia Charlotte.
—Mi hija, Charlotte Queen.
La doctora le tendió la mano. Charlotte la estrechó sin suavidad extra, lámina exacta.
—Doctora.
—Señorita Queen —respondió ella con un gesto profesional, ya avanzando—. Vamos, por favor.
Entraron al edificio y subieron rápido. Ascensores que no olían a hospital sino a hotel de alto nivel. Pasillos limpios. Luz blanca que no parpadeaba. Charlotte caminaba a unos pasos de distancia de sus padres, un poco atrás y a un lado, como si ese lugar tuviera un orden que todavía estaba leyendo. No era inseguridad: era cálculo.
El ala de pediatría apareció como un mundo aparte. Dibujos enormes en las paredes, princesas, unicornios y cometas pintadas con colores que parecían gritar vida incluso cuando la vida estaba en cuarentena. Charlotte entró sola a ese sector un segundo antes de que los llevaran a una habitación al fondo. Se desorientó un instante, no por el lugar sino por lo que veía a través de los pasillos: niños con batas de paciente moviéndose lento, algunos con tubos, otros dormidos de un modo demasiado pesado. Vio uno inconsciente con la boca entreabierta y una madre al lado con los ojos secos de tanto llorar. Ese golpe sí la tocó. No porque fuera sentimental. Porque era real. Porque de pronto los problemas tenían forma humana y tamaño de niño.
Sintió una mano suave en el hombro.
Charlotte se giró con reflejo, el gesto ya listo para el filo, y se encontró con Giulia.
Pijama azul, bata larga, pelo en coleta alta, una carpeta apoyada contra el pecho. La cara de Giulia era asombro primero, preocupación después, todo en un segundo. Tenía prisa instalada en los hombros, esa prisa que trae el hospital cuando estás de guardia.