El aire afuera no era de hospital; era de desierto limpio.
El calor se pegaba a la piel en capas finas mientras caminaban.
La clínica quedó atrás a los pocos pasos, pero no del todo. Se quedaba en el olor de desinfectante que Giulia seguía llevando en la bata, en el peso de las ojeras, en la manera en que Charlotte todavía marcaba el ritmo como si estuviera cruzando un pasillo lleno de gente y no una calle tranquila.
Iban en silencio.
Arizona a esa hora tenía luz de fotografía: sombras cortas, cielo exageradamente azul, los edificios bajos como si supieran que no podían competir con el horizonte. Giulia caminaba con la carpeta bajo el brazo, el pelo todavía en coleta alta; Charlotte a su lado, blazer igual, tacones bajando medio tono el orgullo en cada paso.
De vez en cuando se miraban. Nada dramático. Comprobaciones rápidas: sigues ahí, sigues entera.
El edificio de Giulia estaba a unas cuadras, un bloque sobrio con balcones llenos de plantas que parecían sobrevivir a todo. Al entrar, el aire acondicionado las recibió con un golpe de frescor que casi dolía.
Giulia recogió correspondencia del buzón —un par de sobres, algo con logo de la clínica, una revista doblada— y caminaron hasta el ascensor.
Adentro, el espejo les devolvió dos versiones nuevas de mujeres que ya creían conocerse. Charlotte se miró un segundo solo para verificar que no parecía tan cansada como se sentía. Giulia tecleó el piso y apoyó la espalda contra la pared metálica.
—Tengo ropa que te va a quedar —dijo de repente, como si estuviera hablando de cualquier logística—. Así meto lo tuyo a la lavadora.
Charlotte bajó la vista a su propio outfit, al blazer, al pantalón, a los zapatos que llevaban horas de más encima.
—Te la repongo —contestó, automática—. Pediré algo en alguna tienda, que me manden cosas para futuros cambios. Salí directo de la oficina, no tuve tiempo de empacar nada.
Giulia negó con la cabeza, suave.
—No es necesario. Para eso estoy aquí. Para apoyarte en lo que pueda.
Charlotte la miró de lado. Hubo un segundo donde, si fuera otra persona, habría dicho “no hace falta”. Con Giulia solo asintió.
—Ok.
El ascensor sonó, la puerta se abrió. Giulia salió primero, caminó por el pasillo con el gesto mecánico de quien ha hecho ese trayecto de memoria a horas obscenas. Abrió la puerta del apartamento y se hizo a un lado para dejarla pasar.
Charlotte dio tres pasos y se detuvo.
El lugar no era grande como los espacios a los que estaba acostumbrada, pero tenía algo que la descolocó: se sentía vivo. No era lujo; era hogar. Sofás en tonos cálidos, cojines que no estaban puestos como exposición sino como uso, una manta arrugada en el brazo del sillón, libros apilados en dos columnas inestables, una lámpara de pie con luz amarilla suave, fotos en marcos pequeños sobre una repisa. Olía a café viejo, jabón neutro y algo dulce que no supo identificar.
Le cayó encima una sensación incómodamente exacta: seguridad. No estaba acostumbrada a reconocerla.
Giulia cerró la puerta detrás de ellas.
—Siéntete como en casa —dijo, y esta vez no sonó a frase de protocolo. Sonó a literal.
Charlotte asintió, avanzó unos pasos más, dejó el bolso en una silla.
Giulia la observó en silencio, midiendo algo que no decía. Se descolgó la bolsa del hombro, la lanzó sobre el sofá y empezó a descalzarse ahí mismo, con esa falta de ceremonia que apenas afinaba la última vez que se vieron: calcetines al piso, bata medio abierta, cuerpo al borde del colapso, pero sosteniéndose.
—Estás más callada de lo que te recuerdo —soltó, medio sonriendo.
Charlotte dejó salir un aire que se parecía a una risa muy vieja.
—El silencio es mi carta cuando no tengo nada que decir —respondió—. Mejor eso que llenar espacio por defecto.
Giulia se dejó caer en el sofá principal casi de manera horizontal, como si la gravedad al fin hubiera ganado. Dio un par de palmadas a su lado, sin ni siquiera disfrazarlo de invitación sutil.
—Ven.
Charlotte dudó un segundo por pura costumbre mental, no por rechazo. Luego caminó, se sentó, cruzó las piernas como si estuviera en una junta. Solo que el sillón cedió bajo su peso de una forma que ningún sillón de junta se permite.
Giulia la miró de cerca, con ojos más claros ahora que no había luz de hospital.
—Después de tres años pensé que habría más que decir —comentó, sin reproche, solo constancia.
Charlotte sostuvo la mirada, y el segundo se estiró más de lo que duró.
—No es como si en tres años no hubiéramos hablado —dijo—. Lo hacemos seguido. Solo… no estaba pasando en esta ciudad.
Giulia se humedeció los labios, como si cambiara de carril mental.
—Entonces hablemos de lo que no hemos hablado.
Charlotte alzó una ceja.
—¿Y qué es lo que no hemos hablado, según tú?
Giulia no necesitó pensarlo.
—Sophia.
El nombre en boca ajena sonó distinto. Más real. Menos expediente.
—Quiero que me hables de cómo te sientes con eso —añadió Giulia.
Solo ella podía decir algo así sin que Charlotte se levantara y se fuera.
Charlotte volvió la vista al frente, a la mesa de centro con un par de revistas, un estetoscopio olvidado, una taza con manchas de café. El silencio que se instaló no era vacío; era resistencia.
—No es… —empezó, e inmediatamente se corrigió—. No sé.
Giulia esperó un par de latidos.
—Eso ya es una respuesta —dijo, baja—. Pero quiero la otra. La de verdad.
Charlotte apretó la mandíbula.
—Eres muy insistente para alguien que lleva veinticuatro horas despierta.
—Me entrenan para eso —replicó Giulia, suave—. Y porque la vida está intentando resarcirse con Sophia. —La miró con seriedad—. Le tocó empezar mal, pero ahora tiene una familia como la tuya. Eso… no es poco.
Charlotte soltó una risa seca.
—Seguramente sí. Desde donde yo estoy parada, mis padres son mejores ahora que en mi etapa de crianza. —Lo dijo sin veneno, como quien lee un reporte—. No sé si es la edad, el dinero, el arrepentimiento o la práctica. Supongo que ella va a tener una versión… optimizada.