El abrazo se fue deshaciendo por cansancio, no por falta de ganas. Giulia fue la primera en aflojar los brazos, aunque le tomó un segundo más separarse del todo. Cuando lo hizo, le pasó el dorso de la mano por la mejilla a Charlotte casi sin pensarlo, como si estuviera verificando que realmente estuviera ahí.
—Ven —murmuró, deslizándose de nuevo hacia lo práctico—. Te enseño el cuarto y algo de ropa antes de que te quedes dormida sentada.
La llevó por un pasillo estrecho con una pared llena de marcos pequeños: fotos con residentes, algún paisaje barato, una postal de Italia con una catedral que Charlotte recordaba de haber visto, años atrás. Abrió una puerta al fondo.
El cuarto de invitados era sencillo pero impecable: cama doble, colcha blanca con una manta mostaza doblada a los pies, una mesita con lámpara pequeña, un par de libros apilados, un vaso con flores ya medio vencidas. Nada de mármol, nada de vistas espectaculares. Pero se sentía… habitable. Como si alguien hubiera pensado en que ahí, eventualmente, dormiría una persona cansada, no un apellido.
Giulia abrió el clóset y sacó un montón de tela.
—Toma —dijo, extendiéndole una camiseta gris amplia y un pantalón de algodón oscuro—. Superó internado, Oxford y residencia. Se ganó el derecho a una vida extra.
Charlotte tomó la camiseta. La tela estaba gastada de una forma agradable, el logo de la universidad casi borrado.
—¿Seguro? —preguntó, más por protocolo que por otra cosa.
Giulia se apoyó en el marco del baño contiguo, cruzando los brazos.
—Charlotte, si sobrevivió a ti con quince, sobrevive a ti con esto encima. —Hizo un gesto con la barbilla hacia la ropa de oficina—. Deja eso ahí y luego lo meto a la lavadora. Te hace más falta una ducha que cualquier otra cosa ahora mismo.
Charlotte sostuvo su mirada un segundo. No había nada que negociar ahí.
—Está bien.
No sonó rendida. Sonó como cuando acepta una instrucción que reconoce correcta aunque no la haya pedido.
Charlotte entró al baño y cerró la puerta. El espejo devolvió su imagen bajo la luz amarilla: maquillaje cansado, el pelo recogido en un moño que ya no era elegante sino superviviente, la camisa de la oficina con arrugas impropias de alguien que vive de aparentar control.
e quedó ahí, mirándose con la camiseta de Oxford en la mano.
Cuando salió de la ducha, con el cabello húmedo recogido en un nudo improvisado, se vistió con la ropa de Giulia. La camiseta le quedaba un poco grande, cayéndole del hombro de un lado. El pantalón le quedaba justo, cómodo, sin la rigidez de la tela de oficina.
Se miró otra vez en el espejo.
—No parezco una Queen —pensó en voz baja—. Parezco… alguien con una vida normal.
La idea le resultó tan extraña que casi le dio risa. Casi.
Cuando abrió la puerta del baño, el apartamento estaba en semipenumbra. Giulia no se había ido a ningún lado; estaba desplomada en el sofá del salón, aún con la bata de hospital encima de la ropa, una mano sobre la frente, los ojos cerrados. El cuerpo entero le gritaba turno nocturno.
Charlotte se quedó un instante en el marco, mirándola. Había visto a Giulia agotada muchas veces, pero casi siempre a través de una pantalla, con pixeles y mala conexión amortiguando los detalles. Ahí, en cambio, podía ver el leve temblor en los dedos, el subir y bajar lento del pecho, los zapatos tirados bajo la mesa de centro.
Tomó la manta que estaba arrugada en el brazo del sofá, la sacudió y se la acomodó encima con un gesto casi quirúrgico, cuidando de no despertarla. Giulia se movió apenas, como si el cuerpo reconociera el peso del tejido y se entregara un poco más al sueño.
Charlotte apagó la lámpara grande y dejó solo la de pie, con luz baja.
Fue al cuarto de invitados. Se sentó en la cama primero, probando el colchón como si fuera un terreno desconocido. No había laptop esperando, ni carpeta abierta, ni alarma programada para dentro de cuatro horas. Solo silencio y respiración ajena a unos metros.
Se tumbó boca arriba, miró el techo un minuto entero, esperando que el cerebro empezara su lista habitual de pendientes. No llegó. Llegó otra cosa: el olor a jabón recién usado, el eco del zumbido de la incubadora, la imagen de Sophia bajo la luz azul.
Cerró los ojos.
Se quedó dormida sin planearlo.
Despertó dos horas después, con la sensación rara de haber dormido más profundo que en las últimas semanas. No había pesadillas ni correos empujando la conciencia desde el borde. Solo el sonido lejano de algo: un goteo, un motor pequeño.
Se incorporó despacio.
En el apartamento olía a café.
Salió al pasillo descalza. Encontró a Giulia en la cocina, de espaldas, ya duchada, con jeans gastados y una camiseta blanca metida por dentro, el pelo recogido en una coleta alta que dejaba ver la nuca. Preparaba un termo grande, el vapor del café subiendo en espiral.
Charlotte se apoyó en el marco de la cocina, todavía un poco en otra dimensión.
La nevera estaba cubierta de post-its de colores: horarios de guardias, nombres de pacientes clave, un recordatorio de “llamar a mamá”, un papel con una receta garabateada de pasta. Había una foto imantada: Giulia y otros tres residentes, todos con pijamas azules, sonriendo a medias en lo que debía ser un descanso corto. Price estaba ahí, en un costado, con la credencial torcida y una mirada más viva que la de guardia.
—Buenos días… o lo que sea —dijo Giulia sin volverse, como si la sintiera más que verla—. Dormiste dos horas. Récord personal, considerando que estás en territorio desconocido.
—Se siente como diez —respondió Charlotte, acercándose—. No hubo notificaciones. Eso confunde.
Giulia sonrió de lado mientras cerraba el termo.
—Bienvenida al lujo real: dormir sin que nadie te pida nada.
Sacó dos tazas de un armario. Sirvió café en una, dejó la otra vacía.
—Este —dijo, levantando el termo— es guerra. Del caro. Del que les gustaría a tus padres. Me lo regaló una amiga de la planta de adultos. Dice que así recordamos que somos personas y no solo manos.