Charlotte salió de las duchas de residentes con el vapor todavía pegado a la piel como una segunda capa. El pasillo corto la llevó al cuarto de lockers contiguo, y ahí el aire cambió: menos desinfectante, más humedad tibia, más silencio de turno en marcha.
Estaba vacío.
Vacío de gente, no de cosas. Bancas metálicas, lockers alineados como soldados, un par de toallas olvidadas, y el zumbido bajo de las lámparas fluorescentes.
Giulia estaba ahí sola, recostada sobre una banca con una naturalidad que en ella parecía un lujo. Había dejado la bolsa negra al lado, las iniciales grabadas hacia arriba como una provocación mínima. Tenía una pierna cruzada sobre la otra, los modales finos incluso cuando no había nadie mirando. Apoyaba el peso en un brazo, la barbilla apenas inclinada, como si hubiese estado esperando en un café y no en un cuarto de residentes.
Charlotte apareció en el umbral con el pantalón negro ya cerrado a la cintura, descalza, en brasier, la camisa apenas puesta y abierta. Se secaba el cabello con una toalla, el pelo goteándole por la nuca, y caminaba con esa seguridad de quien sabe que el mundo se ordena cuando ella entra, aunque hoy no tuviera tacones.
Giulia la miró.
Y sonrió.
No la sonrisa profesional. No la de “todo está bajo control”. La otra. La que era solo de ellas.
Charlotte, sin apurarse, dejó la toalla sobre la banca y arqueó una ceja.
—¿Te agrada la vista? —preguntó, con esa ironía suya que siempre suena a cuchillo envuelto en terciopelo.
Giulia no se molestó en fingir pudor. La siguió con los ojos con una calma casi insolente.
—Desde siempre ha sido de mis vistas favoritas —dijo, despacio—. Y debo decir… —miró el pantalón, la camisa abierta, el desastre elegante— que merezco un premio por atinarle a todo con la ropa.
El doble sentido cayó limpio, como si Giulia lo hubiera soltado sin querer, pero las dos sabían que lo había soltado queriendo.
Charlotte la fulminó con la mirada.
Pero era una fulminada juguetona. Una que no quema; calienta.
—Doctora —dijo, enfatizando el título como si fuera una amenaza divertida—, ¿de verdad cree que es un buen momento para coquetear con la pariente de una paciente?
Giulia soltó una risa baja, cansada y viva al mismo tiempo.
—Esa “pariente” —respondió— fue algo mío mucho antes de ser pariente de nadie.
Charlotte sonrió. No amplio. No tierno.
Macabro, como si un montón de recuerdos antiguos acabaran de parpadearle detrás de los ojos y le dieran ganas de morder sin dejar marca.
Se volvió hacia un locker vacío como si necesitara revisar su reflejo en el metal pulido. Empezó a cerrarse la camisa con movimientos tranquilos, botón por botón, y luego se la metió dentro del pantalón con la precisión de alguien que entiende la estética como armadura.
Giulia la observaba sin decir nada, maravillada de ese ritual. Como si ver a Charlotte “volver” a sí misma fuera una clase de milagro privado.
—Tómalo como una pequeña celebración —dijo Giulia al fin, bajando el tono—. Sophia está mejor. Y… oficialmente ya la reconoces como pariente.
La frase no tenía veneno. Tenía peso.
Charlotte se detuvo un segundo con la mano en el último botón, y la miró de lado.
Giulia le sostuvo la mirada, dulce, abierta.
Charlotte intentó cerrar la ventana que Giulia acababa de encontrar abierta por dentro.
No lo logró.
Lo intentó igual, porque era Charlotte.
—No confundas lenguaje con emoción —murmuró, seca, como si eso pudiera ordenar el mundo.
Giulia sonrió como quien acepta la mentira útil sin discutirla.
—Jamás. —Pausa—. Solo digo que te salió natural. Y eso en ti… es noticia.
Charlotte apretó la mandíbula lo justo para que no se le notara el golpe. Tomó aire una vez y agarró el abrigo de Giulia, doblándolo con cuidado y sosteniéndolo en la mano como si fuera un objeto con más valor del que podía admitir. Uno que no piensa olvidar, pero tampoco exhibir.
Giulia parpadeó al ver el gesto.
Y por un segundo se le escapó algo en la cara: satisfacción. Cercanía. Un “así, de alguna manera, estoy aquí” sin necesidad de decirlo.
Charlotte lo vio. Hizo como que no.
Terminó de arreglarse el cabello con los dedos, se calzó unos zapatos que Giulia había conseguido quién sabe de dónde —más cómodos, menos Queen, pero aceptables— y agarró el bolso como si el bolso pudiera devolverle el eje.
—¿Lista? —preguntó Giulia, incorporándose.
Charlotte ladeó la cabeza, evaluándola.
—Tú dime. —La recorrió con la mirada—. Vienes vestida como si fueras a una premiere.
Giulia se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—Si vamos a salir unas horas post- crisis —dijo—, al menos hagámoslo con estilo.
Charlotte dejó salir una microsonrisa.
Y no le dio a Giulia el placer de verla.
Salieron juntas.
A esa hora —entre las tres y las cuatro de la tarde— el sol de Arizona pegaba distinto: una luz amplia, casi insolente, que hacía que todo pareciera más nítido de lo que uno quisiera. Giulia condujo con una mano en el volante, la otra descansando cerca, como si el coche también entendiera que iba en modo tregua.
Charlotte miraba por la ventana.
No para evadir.
Para medir.
Cuando Giulia detuvo el coche frente al restaurante, Charlotte lo vio todo de inmediato: ventanales gigantes, valet parking en la puerta, el tipo de lugar donde la gente habla bajo porque el precio del plato ya habla por ellos. Un lugar completamente de su agrado y Giulia lo sabía. Y por supuesto no era casualidad.
Giulia levantó el freno de mano, se mordió el labio y sonrió, una sonrisa pequeña que traía nervio debajo.
Charlotte sonrió también.
Pero no se lo dejó ver: giró el cuerpo para bajar del coche como quien cambia de carril antes de que la miren demasiado.
Entraron.
El aire era frío, elegante, con olor a pan recién horneado y mantequilla cara. Un anfitrión los recibió como si ya supiera que no eran dos mujeres cualquiera escapándose del hospital por un par de horas.