El edificio de Giulia apareció sin anuncio, discreto, de líneas limpias y concreto claro. Era el tipo de lugar que no necesitaba explicar nada.
Giulia aparcó en el subterráneo y apagó el motor. El silencio cayó pesado, denso, como si el coche hubiera decidido guardar todo lo que venía acumulándose desde que salieron del hospital. Ninguna se movió de inmediato.
Charlotte fue la primera en abrir la puerta.
El aire del estacionamiento era más frío, más húmedo. El eco de sus pasos se multiplicó mientras caminaban hacia el ascensor. No iban juntas, exactamente, pero tampoco separadas. Había una distancia medida, precisa, como si el contacto temprano pudiera romper algo que necesitaba llegar entero.
Dentro del ascensor, el espacio se cerró sobre ellas.
Las puertas se deslizaron con un sonido suave. El espejo devolvió dos versiones contenidas de la misma tensión: Giulia con la espalda recta, la mandíbula firme; Charlotte con los hombros relajados solo en apariencia, los ojos atentos, brillantes.
Giulia marcó el piso.
El ascensor empezó a subir.
El zumbido eléctrico se volvió un pulso. Charlotte podía oír su propia respiración, más lenta de lo habitual. El perfume de Giulia —algo limpio, algo cálido— llenó el espacio sin permiso. Charlotte apoyó la espalda en la pared metálica. Giulia la observó de reojo, apenas, como si necesitara comprobar que seguía ahí.
Ninguna habló.
No hacía falta.
Cada piso que pasaba era una cuenta regresiva. Los nudillos de Giulia se tensaron. Charlotte descruzó y volvió a cruzar las piernas. El espejo las atrapaba en un reflejo donde el deseo ya no tenía dónde esconderse.
Ding.
Las puertas se abrieron.
Giulia salió primero. Charlotte la siguió, el sonido de sus pasos amortiguado por la alfombra del pasillo. Llegaron a la puerta. Giulia buscó las llaves con una calma que no engañaba a nadie. Las manos le temblaron apenas. Charlotte lo vio.
Cuando la cerradura cedió y la puerta se abrió, todo lo que habían contenido explotó.
No hubo una sola palabra.
Giulia dejó las llaves caer sobre la consola sin mirar dónde. Charlotte la tomó del abrigo y la empujó apenas contra la puerta que se cerró a sus espaldas. El sonido fue seco. Definitivo. Se besaron sin preámbulo, con bocas abiertas y respiraciones que chocaban, con esa urgencia que no es prisa sino reconocimiento.
Las manos se encontraron en el camino. Hombros. Cinturas. Cuellos. Suspiros que no pedían permiso. El abrigo cayó primero, olvidado en el suelo. Luego los zapatos, abandonados sin cuidado. Caminaron sin dejar de tocarse, tropezando con el borde del sofá, con la mesa baja, con el propio pulso acelerado.
Charlotte besó la línea de la mandíbula de Giulia como si memorizara. Giulia respondió con una caricia lenta en la espalda, una que decía estás aquí. La ropa fue quedando atrás en estaciones improvisadas: una manga colgando de una silla, un cinturón sobre la alfombra, una camisa deslizándose como una promesa cumplida.
La noche cayó sin aviso.
El mundo se redujo a piel tibia, a respiraciones ahogadas, a la certeza antigua de saber exactamente dónde tocar y cuándo detenerse. No hubo palabras innecesarias. No hicieron falta.
Más tarde —mucho más tarde— la habitación estaba en penumbra. Sábanas revueltas. Ventanas abiertas a una ciudad silenciosa. Charlotte yacía relajada, el cuerpo extendido, una mano sobre el abdomen, el cabello desordenado como si por fin no tuviera que obedecer a nadie.
Giulia estaba a su lado, envuelta en la sábana, una sonrisa melancólica dibujada sin darse cuenta. Miraba el techo como quien mira un recuerdo que ya sabe que va a doler.
Charlotte giró la cabeza hacia ella.
—¿Por qué —preguntó, con la voz baja, sin urgencia— después de tanto… seguimos haciendo esto?
No esperaba respuesta. La pregunta cayó como una piedra en agua quieta.
Giulia se revolvió y se acomodó boca abajo, apoyando el peso en los antebrazos para quedar a la altura de Charlotte. La miró con una ternura que no pedía nada.
—Porque seguimos sin darnos la oportunidad —respondió— como para llegar a arruinarlo.
Charlotte sostuvo su mirada un instante largo.
—Entonces… —dijo— ¿era en serio lo del lugar seguro?
Giulia soltó un suspiro pequeño. Le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja con una caricia que era casi un ritual.
—Siempre.
Charlotte cerró los ojos.
Y por esa noche —solo por esa noche— el mundo quedó afuera. Y Charlotte, por primera ves en su vida bajo las armas por completo.
Sin darse cuenta, en algún punto entre las sábanas revueltas y el silencio tibio, las dos cayeron rendidas.
Fue un sueño pesado, sin bordes. De esos que no se negocian; te toman.
A la mañana siguiente, Giulia despertó primero.
No porque estuviera descansada, sino porque su cuerpo llevaba años aprendiendo a abrir los ojos antes de tiempo. Se quedó quieta. Ni siquiera respiró más fuerte. Solo miró.
Charlotte dormía de lado, relajada, con la boca apenas entreabierta y el ceño —ese ceño de agenda y guerra— por fin suelto. Tenía el cabello desordenado sobre la almohada, una mano asomando por debajo de la sábana como si hubiese olvidado que alguna vez se aferró a algo.
Había visto a Charlotte dormir otras veces. En aviones privados. En sillones caros. En hoteles con cortinas gruesas.
Pero esto era distinto.
Esto era… descanso.
Después de días sobreviviendo a un hospital, a números, a monitores, a una bebé peleando por estabilizarse, Charlotte por fin se había permitido caer. Y Giulia, con una ternura que le dolió en el pecho, amó poder verla hacerlo. No como un triunfo. Como un privilegio.
La luz todavía era baja. El reloj marcaba antes de las siete.
Giulia levantó una mano y, despacio, como si tocara algo sagrado, le acarició la mejilla. Apenas el dorso de los dedos.
Charlotte soltó una microsonrisa, diminuta, involuntaria. Como si en el sueño reconociera la caricia y la aceptara.