A Charlotte la despertó la luz gris de Nueva York filtrándose por las persianas como si no tuviera paciencia.
No fue una alarma.
Fue el teléfono vibrando una vez, suave, insistente. Un mensaje.
Giulia:
Buen viaje, Queen.
Y recuerda
No me cambies por nadie, donde sea que vayas..
Ni por una británica con voz de iglesia. Ni por un jet privado. Ni por un imperio.
Respira. Come algo. Y si te da por hacerte la invencible: recuerda que eso cansa más que no dormir.
—G.
Charlotte lo leyó con la cara inmóvil, como si el texto fuera un reporte y no una caricia disfrazada.
No respondió.
Dejó el teléfono sobre la mesa de noche boca abajo, como se dejan las cosas que no se quieren alimentar. Se metió a la ducha y dejó que el agua caliente le hiciera el trabajo sucio: borrar cualquier rastro de madrugada, de voz ajena en el oído, de nostalgia que no cabe en un itinerario.
Se vistió con precisión. Camisa impecable. Abrigo. Tacones que sonaban como puntos finales. Recogió el pasaporte, la carpeta del viaje, el teléfono.
Y salió.
El aeropuerto fue lo de siempre: filas, anuncios, gente apurada fingiendo que no está apurada. Charlotte caminó por el terminal como si el lugar le perteneciera, porque de cierta manera le pertenecía: el mundo siempre le había abierto carriles cuando ella iba en modo “Queen”.
Subió al avión. Primera clase, por supuesto. Richard no hacía medias tintas con los gestos que consideraba necesarios.
Ocho horas después, el mundo cambió de idioma y de aire.
Reino Unido la recibió con un cielo pesado, húmedo, de ese gris que no parece triste: parece definitivo. Cuando aterrizó, su reloj marcaba casi las siete de la noche.
Al salir, había un hombre esperándola con un cartel sobrio, sin apellidos mal escritos.
—Ms. Queen —dijo, con acento pulido y una sonrisa discreta—. Soy Thomas. Conductor. Interscope me ha contratado para su estancia.
Charlotte le dio un asentimiento mínimo, suficiente para confirmar que escuchó, no suficiente para regalar familiaridad.
El coche olía a cuero limpio y a neutralidad cara. Afuera, la ciudad pasaba como una película sin subtítulos: faroles encendidos temprano, gente con abrigos largos, la sensación de que todo estaba siempre a punto de llover aunque no lo hiciera.
El hotel era exactamente lo que debía ser para alguien como ella: elegante sin esfuerzo, silencioso sin vacío, con empleados que sabían mirar sin mirar.
La habitación la recibió con una calma preparada.
Sobre una mesa, un arreglo de flores impecable; al lado, una bandeja con fruta cortada con demasiada perfección para ser casual. Y una nota, en papel grueso, con letra profesional.
El manager de Adele.
Charlotte la leyó de pie, sin quitarse aún el abrigo, como si hasta el descanso tuviera que ganárselo.
Ms. Queen,
Bienvenida al Reino Unido. Es un placer tenerla aquí.
Nos encantaría invitarla a cenar en aproximadamente una hora. Pasaré por usted personalmente.
—Jonathan Dickins
Charlotte dejó la nota donde estaba. Miró las flores, la fruta, el nivel exacto de “cuidarte sin preguntarte si quieres que te cuiden”.
El teléfono, en su bolso, seguía existiendo.
El mensaje de Giulia también.
Charlotte no lo sacó.
Se quitó el abrigo, lo colgó con cuidado, y fue hacia la ventana. Afuera, Londres —o lo que fuera esa zona de Londres— respiraba en gris.
En una hora, alguien tocaría la puerta.
En una hora, empezaría el trabajo.
Charlotte no esperó a que el jet lag le ganara terreno.
Fue directo al baño.
Encendió la ducha con un golpe seco de muñeca y dejó que el agua cayera caliente, constante, como un metrónomo. Se quitó la ropa del viaje sin ceremonia. No había tiempo para sentimentalismos ni para el cuerpo cansado; había una cena con agenda oculta y un hombre que ya estaba marcando territorio con flores y papel grueso.
El vapor le subió a la cara. El hotel olía a jabón caro y a alfombra recién aspirada. Charlotte cerró los ojos un segundo, no para descansar: para recalibrar.
Cuando salió, el espejo le devolvió la versión que ella elegía usar cuando entraba a una negociación.
Se vistió elegante.
No “bonita”.
Elegante como advertencia.
Un vestido oscuro, corte limpio, sin distracciones. Tacones altos. Cabello controlado. Joyas mínimas, lo justo para decir sé quién soy sin necesidad de pronunciarlo. Se puso perfume con una mano y con la otra revisó, mentalmente, la lista de objetivos: escuchar, medir, no regalar nada.
Miró el reloj.
Jonathan había dicho “en aproximadamente una hora”.
Charlotte decidió que esa palabra —aproximadamente— no le pertenecía a la gente competente.
A los cincuenta y nueve minutos exactos, sonó el golpe en la puerta.
Una vez.
Preciso.
Charlotte se quedó un segundo quieta, como si estuviera dejando que el sonido se asentara.
Y sonrió torcido.
—Puntual —murmuró para sí, lo bastante alto como para que el comentario la acompañara al picaporte—. Qué peligro.
Abrió.
Jonathan Dickins estaba ahí.
Alto. Piel blanca. Rizos aplacados y peinados hacia atrás con una exactitud que parecía parte del traje. Traje oscuro perfectamente entallado, corbata sobria, zapatos pulidos con la clase de cuidado que no se nota… salvo cuando se nota.
Tenía modales exquisitos sin caer en teatro: la postura, el ángulo de los hombros, la forma de sostener las manos como si siempre supiera dónde ponerlas. Una presencia de oficina que podía sonreír sin convertirse en “amable”.
Y sus ojos —atentos, prácticos— no hicieron el error de evaluar a Charlotte como si fuera una invitada. La miraron como lo que era: una variable de poder.
—Ms. Queen —dijo, con un acento británico claro, medido—. Jonathan Dickins. Gracias por recibirme con tan poca antelación.