Charlotte se despertó con una opinión ya formada, que era su manera favorita de despertarse.
Adele Adkins: veintidós años, dulce sin remedio, humor fácil, una especie de calidez que a Charlotte le parecía sospechosa por reflejo… pero tolerable. No porque fuera ingenua —Charlotte había visto inteligencia disfrazada de sencillez demasiadas veces para subestimar eso—, sino porque la dulzura en Adele no parecía una estrategia. Parecía una condición.
Y eso, por raro que fuera admitirlo, funcionaba.
Lo que no funcionaba era el horario.
El teléfono vibró una vez. Luego insistió. La pantalla mostró el nombre de su secretaria, como un recordatorio de que el océano no se detenía porque Londres estuviera gris.
—Buenos días, Ms. Queen —dijo la voz al otro lado, eficiente, despierta de más—. Confirmado su vuelo de regreso a Nueva York. Sale a las once en punto.
Charlotte miró el reloj sin moverse aún. Sintió el jet lag como una sombra detrás de los ojos, pero el cuerpo ya estaba en modo agenda.
—Perfecto —dijo, porque “perfecto” era un hábito aunque el mundo no obedeciera.
—Le envié el itinerario actualizado al correo. Y el chofer está confirmado para recogerla a las nueve y media.
—Bien.
Hubo una pausa. La secretaria dudó, como si tuviera ganas de decir algo humano. No lo hizo.
Charlotte colgó.
Se quedó un segundo mirando el techo del hotel, ese techo sin historia que no pedía nada. Pensó —muy brevemente— en el mensaje de Giulia de días anteriores. No por nostalgia. Por reflejo.
Luego se levantó.
Se bañó rápido, sin contemplación. Se vistió con la precisión de siempre: impecable, sobria, lista para que cualquiera confundiera la elegancia con un arma, como debía ser. Bajó al restaurante del hotel sin apuro, pero sin perder tiempo. Charlotte Queen no corría: llegaba.
El comedor estaba lleno de murmullos moderados, cubiertos suaves, ese tipo de lujo que no necesita anunciarse. Y ahí, en una mesa discreta al fondo, Jonathan Dickins ya estaba sentado.
Puntual, otra vez.
Charlotte sintió el golpe de buen humor como una anomalía agradable. Este podía ser el negocio del año. Adele era un fenómeno silencioso. Humilde con el trabajo. Feroz con la voz. Y Jonathan… Jonathan no vendía humo. Eso ya era raro.
No sonrió del todo. Solo lo suficiente para que el mundo no se le notara.
Se acercó a la mesa y Jonathan se puso de pie para recibirla, como si su cuerpo tuviera instalado un protocolo imposible de apagar.
—Buenos días, Ms. Queen.
Charlotte lo escaneó con esa mirada seria que parecía no tener humor… hasta que lo tenía.
—Puedo ver cómo luchas con el instinto de Homo sapiens que te exige abrirme la silla.
Jonathan soltó una risa limpia, breve, sin mala intención. Una risa de hombre que entiende el golpe y decide no defenderse.
—Jamás me habían respondido a unos buenos días con insultos —dijo, todavía con la sonrisa en la cara—. Espero que lo tenga en cuenta al momento de cerrar el trato.
Charlotte tomó asiento por sí misma. Jonathan, obediente y práctico, tomó el suyo sin insistir.
Un mesero apareció casi de inmediato. El servicio del hotel tenía esa cualidad irritante: anticipaba demasiado bien.
Charlotte no miró el menú.
—Café cargado. Sin azúcar. Fruta. Y jugo… también sin azúcar.
El mesero asintió como si le hubieran pedido el clima.
Jonathan esperó a que se fuera y entonces, con una mueca de diversión, dejó caer:
—No toleras lo dulce ni en la comida.
Charlotte le lanzó una mirada dura, de esas que en una sala de juntas hacen que un hombre revise su carrera.
Jonathan no se inmutó. Solo sonrió, como si ya hubiera entendido que esa mirada no era amenaza: era estilo.
—Yo quiero lo mismo que ella —añadió—, pero todo con dos de azúcar. Y tocino.
Charlotte dejó pasar un segundo, el mínimo, para que él creyera que había cruzado una línea.
—No te hagas el gracioso —dijo, seca—. Empieza con tu contrapropuesta.
Jonathan se acomodó en la silla. No se puso más grande. Se puso más claro. Sacó una carpeta delgada —demasiado delgada para lo que contenía, pero eso era parte del truco— y la dejó sobre la mesa como si no pesara. Como si los números fueran livianos cuando, en realidad, siempre aplastan.
—He revisado tus proyecciones —empezó—. Son agresivas, pero no fantasiosas. Y sí… el costo de toda la operación es grande.
Charlotte no reaccionó. Ni una ceja. Ni una sonrisa.
Jonathan continuó con la calma de quien ya hizo cuentas con abogados.
Habló de inversión inicial, de costos de producción, de distribución, de marketing, de radio, de prensa, de touring, de seguros, de cómo se blindaba una imagen cuando la imagen era “una chica que canta” y el mundo insistía en convertir todo en espectáculo.
Habló de riesgos, de porcentajes, de retornos, de escenarios A, B y C.
Y, poco a poco, fue conduciendo el discurso hacia el centro real.
—Adele vale más de lo que ustedes están calculando —dijo al fin, sin levantar la voz—. Su voz es una rareza, y su público… ya existe. No es un sueño. Es una base. Y nosotros —cuando digo “nosotros”, me refiero a Adele y su equipo— no estamos dispuestos a aceptar menos de veinte por ciento.
Charlotte soltó una risa.
No fuerte. No escandalosa.
Una risa irónica, seca, como si el número hubiera sido un chiste privado que Jonathan acababa de contar sin saberlo.
Corrió a un lado el plato de fruta que apenas había tocado, como si ya no le interesara la idea de “desayuno” en absoluto. Se limpió los labios con una servilleta que no estaba manchada, por puro ritual, y la dejó sobre la mesa con cuidado.
Luego se puso de pie.
Tan simple como eso.
Jonathan la miró, sin prisa, como si hubiera estado esperando ese movimiento desde que dijo “veinte”.
Charlotte le extendió la mano.
—Entonces no hay trato.