Charlotte

Capítulo 69. — Recepción a las ocho.

Eran las 8:00 a.m. exactas cuando el coche se detuvo frente al edificio de Interscope y el chofer bajó primero, impecable, para abrirle la puerta.

Charlotte salió como si la ciudad hubiera estado esperándola. Traje beige, corte perfecto. Tacones de punta que sonaban con intención. Cartera en la mano, lentes oscuros aunque adentro no hicieran falta. No era vanidad: era lenguaje. Y en Interscope todos lo hablaban.

En recepción, el mármol y el vidrio devolvían reflejos limpios. El aire olía a café y a dinero temprano. Charlotte apenas cruzó el umbral cuando lo vio: un hombre alto, de traje, de pie cerca del área de espera como si hubiera llegado antes de que el edificio terminara de despertarse.

La recepcionista lo reconoció primero y abrió la boca con esa sonrisa profesional de “esto está bajo control”:

—Ms. Queen… el señor…

Charlotte no se molestó en detenerse.

—Buenos días —dijo, sin ralentizar el paso.

El hombre se movió de inmediato, siguiéndola con la precisión de quien no persigue: acompaña. Charlotte no giró la cabeza, pero lo registró todo igual.

Jonathan Dickins.

El ascensor los tragó en silencio. Las puertas se cerraron con un suspiro metálico.

Charlotte se quitó los lentes como quien se quita una capa. No lo miró todavía; eso era deliberado. Miró al frente, al espejo del ascensor, a su propia versión de oficina: exacta, fría, funcional.

—No me gustan las sorpresas —dijo, voz baja y firme—. Y las visitas sin anunciarse son mala educación.

Hubo un segundo de quietud.

Luego, ella casi lo escuchó sonreír.

—No esperaría menos de usted —respondió Jonathan, con esa cortesía británica que no pedía permiso, pero tampoco gritaba.

Charlotte no le devolvió la cortesía.

—No espere nada de mí.

Las puertas se abrieron.

Charlotte salió primero, sin mirar atrás, y caminó directo hacia su oficina como si el pasillo fuera una extensión de su apellido. Jonathan la siguió con el mismo ritmo, sin intentar alcanzarla, sin quedarse atrás.

La secretaria de Charlotte se levantó al verla, impecable, con el café ya listo como si el tiempo obedeciera órdenes.

—Buenos días, Ms. Queen. Su café. Y… —miró a Jonathan un milímetro, lo suficiente para confirmar lo obvio sin hacerlo incómodo— buenos días, señor.

—Buenos días —dijo Jonathan, educado, como si estuviera en una sala de juntas y no en una invasión.

Los tres entraron a la oficina.

Charlotte dejó la cartera sobre el escritorio, se quitó el blazer con un movimiento limpio y tomó asiento detrás de la mesa como si se colocara en su trono sin necesidad de declararlo. Señaló el asiento frente a ella con un gesto mínimo.

—Siéntese.

Jonathan se sentó.

Charlotte no sonrió. Juntó las manos sobre el escritorio, dedos entrelazados, y se quedó mirándolo con esa mirada dura que no era agresiva: era matemática.

La secretaria abrió la agenda.

—A las ocho y quince, llamada con—

—Haga un espacio —interrumpió Charlotte sin levantar la voz—. antes de empezar el día. Para atender al señor Dickins.

La secretaria asintió al instante, tomó nota, cerró la carpeta con suavidad.

—Por supuesto.

Jonathan le sonrió a la secretaria como si le agradeciera el profesionalismo sin convertirlo en encanto.

—Gracias.

La secretaria salió. La puerta se cerró.

El silencio quedó dentro como un objeto.

Charlotte no lo dejó crecer.

—Quince minutos —repitió, como si fuera una cláusula contractual—. Supongo que viene a aceptar mis términos, si está aquí sin invitación, sin anunciarse… y después de cruzar el Atlántico.

Jonathan se recostó apenas en el respaldo del sillón. Cruzó la pierna con calma. No parecía cómodo: parecía entrenado.

—Si le soy sincero… vine a hablar directamente con Richard Queen, su padre.

El aire no cambió de golpe. Cambió por dentro.

La mandíbula de Charlotte se tensó lo justo para que él lo notara. Ella alzó una ceja, lenta, como quien abre un expediente.

—¿Ah, sí?

Jonathan sostuvo la mirada sin bajar el mentón. No era un reto; era una elección consciente.

—Sí.

Charlotte apoyó las manos en el escritorio, ahora separadas, palmas quietas. La postura de alguien que ya decidió dónde está la falta.

—¿Qué le hace creer que Richard va a opinar algo distinto? —preguntó. Y lo dijo como se dice una verdad obvia—. Y aún mejor: ¿qué le hace creer que puede opinar?

Charlotte no esperó respuesta.

Esa era la parte que Jonathan todavía no entendía del todo: que en su oficina, el tiempo no era un recurso compartido. Era una propiedad privada, y ella acababa de decidir que él ya había gastado demasiado.

—Le voy a ahorrar el error —dijo, con una calma peligrosa—. Yo no soy intermediaria.

Jonathan no se movió. Ni un músculo de más. Como si el cuerpo supiera que levantarse en ese segundo sería perder, y quedarse sentado sería… sostener.

Charlotte se puso de pie igual. Rodeó el escritorio con pasos limpios, sin prisa, y abrió la puerta de su oficina como quien abre una salida de emergencia.

—Buenos días, señor Dickins —añadió, seca—. El ascensor está por allá.

Jonathan sonrió desde el sillón, todavía sentado, como si el hecho de no levantarse fuera su último acto de insolencia educada.

—Usted también tenga un excelente día, Ms. Queen.

Charlotte se quedó en el marco de la puerta, esperando que cruzara. Jonathan tardó un segundo más de lo necesario. No por terquedad; por provocación medida.

Y entonces ocurrió.

Por el pasillo, atravesando el vidrio de la pared exterior, apareció un hombre grande de traje, caminando con esa seguridad de quien no necesita preguntar por direcciones porque el edificio ya le pertenece. No venía con séquito. No venía apurado. Venía… en modo Richard Queen: demasiado temprano, demasiado impecable, demasiado inevitable.




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