Charlotte

Capítulo 70. — Un teatro pequeño, un fenómeno grande.

Cuando el edificio ya era casi puro eco —luces mínimas, pasillos vacíos, el murmullo lejano de limpieza y nada más— Richard apareció en la puerta de la oficina de Charlotte como si fuera la última cita del día.

No tocó.

En su mente, aún era su edificio también.

—La junta se reúne en una hora —dijo, sin preámbulo—. Puedo llevarte al teatro.

Charlotte no levantó la vista del documento que estaba firmando. Ni siquiera fingió que lo estaba considerando.

—Tengo mi auto y mi chofer esperándome abajo —respondió, seca—. Y esto no es una salida de “papi y yo”.

Richard se quedó un segundo.

No discutió.

No intentó tener la última palabra.

Simplemente asintió, como quien toma nota de una regla que ya sabía, y se fue.

La puerta se cerró con un clic limpio.

Y entonces Charlotte estuvo sola de verdad.

Se puso el blazer con un gesto mecánico —una pieza más de armadura—, guardó la carpeta, apagó la lámpara del escritorio y salió sin mirar atrás.

El teatro era… modesto.

No era malo. No era un sótano. Pero Charlotte lo entendió en un segundo: no era el tipo de lugar que debería contener a un fenómeno si el fenómeno de verdad existía.

La marquesina no gritaba.

La entrada no tenía glamour.

El flujo de gente era constante, sí, pero sin esa violencia de flash y alfombra roja.

Charlotte bajó del coche con la cartera en una mano y la mente en la otra, ya construyendo rutas.

Hay mejores teatros.

Hay mejores ciudades dentro de esta ciudad.

Existe Times Square.

Y ella tenía los contactos para que eso ocurriera si algo ahí adentro valía el costo.

Caminó hacia la entrada sin apuro, como si hubiera comprado el lugar hace años y recién viniera a revisarlo.

No notó que Jonathan la estaba esperando en la puerta hasta que lo sintió moverse detrás de ella: a un paso exacto, lo bastante cerca para acompañar, lo bastante lejos para no invadir.

—Señorita Queen —saludó, medido.

Charlotte no giró. Solo dejó caer el apellido como si fuera un punto.

—Dickins.

Jonathan no sonrió con la boca. Sonrió con el gesto profesional de quien entiende el idioma y decide no pelearlo.

La condujo por el pasillo sin espectáculo.

Charlotte caminó directo hacia la primera fila como acostumbraba hacerlo con todo en su vida: si va a mirar algo, lo mira de frente.

Jonathan le señaló el asiento.

Justo al lado de Richard.

Y después se retiró sin decir nada más, como si también supiera que en ese teatro el poder no se ejercía hablando.

Charlotte se sentó, cruzó las piernas, acomodó el blazer, y dejó que el ojo de tiburón hiciera su trabajo.

El lugar estaba lleno.

Lleno de verdad, no de invitados de cortesía.

Eso significaba una cosa: gente que ya pagaba por ella.

Y eso, para Charlotte, era el primer “sí” en su checklist mental.

Demanda: confirmada por fuera de Londres.

Las luces bajaron.

No hubo pantallas.

No hubo efectos.

No hubo intro grandilocuente.

Solo una figura saliendo al escenario con una naturalidad casi insultante: como si cantar fuera lo único que supiera hacer y, por lo mismo, lo único que necesitara.

Adele.

Veintidós años, decía el informe.

Pero cuando abrió la boca, la edad dejó de existir.

No bailaba.

No seducía.

No actuaba.

Y aun así, el teatro se apretó alrededor de su voz como si el aire hubiera cambiado de densidad.

Charlotte sintió el erizamiento en la piel y lo odió un poco por lo inmediato que fue.

No por emoción.

Por evidencia.

El público reaccionaba como se reacciona a algo real: silencio de reverencia en los versos, explosión de aplauso cuando terminaba una frase que parecía imposible, esa clase de grito que no es “fanatismo”… es reconocimiento.

La voz no llenaba el teatro.

Lo dominaba.

Charlotte miró alrededor.

Caras húmedas.

Sonrisas incrédulas.

Manos apretadas en el respaldo de la silla del frente.

Y entonces lo tradujo al idioma que le daba paz:

Talento: confirmadísimo.

Conexión: confirmada.

Producto: no, no producto. Fenómeno.

No miró a Richard.

Pero lo sintió al lado, quieto, como un hombre que rara vez se permite estar impresionado.

Cuando terminó el show, la junta se movió como un organismo: Richard, otros seis hombres de traje, la seguridad, los saludos secos.

Pasaron a backstage.

El pasillo olía a sudor, a cables calientes, a perfume barato mezclado con adrenalina. El tipo de realidad que la industria intenta esconder con luces, y que Charlotte, curiosamente, respetaba.

Adele los saludó con apretones cálidos, sin performar nada.

A todos los hombres les dio la mano con una energía franca.

Y cuando llegó a Charlotte —la única mujer— se acercó y le dio dos besos en las mejillas.

De verdad.

No simulados. No de protocolo.

Besos con calor humano, con esa cosa rara que la gente dulce hace sin pensar que alguien puede leerlo como estrategia.

Charlotte se quedó un segundo inmóvil, como si su cuerpo no supiera qué hacer con algo tan simple.

Luego respondió con el gesto mínimo: una sonrisa cortísima, educada, sin regalar la garganta.

Les ofrecieron tragos.

Copa en mano, el backstage se volvió esa zona gris donde los acuerdos se insinúan sin firmarse.

Y ahí apareció Jonathan de nuevo.

No como anfitrión.

Como estructura.

—No voy a hablar de números hoy —dijo, como si estuviera poniendo un límite para proteger algo—. Pero sí quiero que entiendan qué están viendo.

Adele, apoyada contra una mesa, parecía más relajada que en cualquier reunión.

—Yo solo… canto —dijo, encogiéndose de hombros, como si esa fuera la explicación completa.

Jonathan la miró con una paciencia que no era paternalista. Era práctica.




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